Hoy coexisten en la Argentina una dinámica de creciente debilidad fiscal con aceleración
inflacionaria y expectativas de fin de ciclo político, y lo que parecería ser una receta segura
para una crisis a la argentina no lo es tal. Básicamente, porque uno de los factores que
caracterizaron tales crisis esta vez está ausente.
Ciertamente, en las crisis argentinas de los 70, 80 y 90, la mercadería escasa fueron los
dólares. En las crisis anteriores, la corrida contra el peso era una corrida hacia el dólar. Y
había que correr para no quedar último en la cola, porque era sabido que no había dólares
suficientes para todos.
Hoy la situación es distinta: hay dólares en stock y flujo. Hay un stock suficiente de
reservas internacionales y hay un flujo inédito de divisas gracias a un balance externo
superavitariamente inédito también.
Hoy el stock de reservas internacionales en porcentaje del PBI es el doble de la media
histórica de los últimos cincuenta años; y el superávit de la cuenta corriente es de más de dos
puntos del PBI, cuando la media histórica es un déficit de más de medio punto del producto. Y ese
superávit de la cuenta corriente resulta por el momento más que suficiente para compensar la cuenta
capital, dejando un resto positivo que se acumula como reservas del BCRA. Esta abundancia relativa
de divisas hace una diferencia enorme respecto del pasado donde convivían déficit fiscal y externo,
inflación y debilidad política.
Al amparo de estas circunstancias excepcionales, que por cierto se han convertido en un hecho
estilizado de toda Latinoamérica, resulta improbable que en el corto plazo se produzca una crisis a
la argentina. Obvio, si las autoridades se empeñan en usar el stock de reservas (vale la pena notar
que prácticamente toda la oposición está de acuerdo en usar las reservas, y que el debate de los
últimos seis meses no ha sido si usarlas o no, sino cómo, cuándo y quiénes) y si, al mismo tiempo,
se empeñan en restringir el comercio exterior argentino (conflicto con China, Brasil y otros de por
medio), lo que hoy abunda más temprano que tarde dejará de hacerlo.
Asimismo, la sensación de que una crisis a la argentina no está en el horizonte cercano ha
permitido instalar la idea de que hay un divorcio entre la política y la economía. Y eso no es
cierto. Gracias al boom verde de una cosecha que ha vuelto a niveles récord, y teniendo en cuenta
que la cadena de valor agroexportadora representa el 36% del empleo total y cerca del 20% del PBI,
podríamos estar hablando hoy de una tasa de crecimiento del PBI bien por encima de la de nuestros
vecinos y pares emergentes. Sin embargo, Argentina crecerá a una tasa similar a la del promedio de
la región.
La “tranquilidad” que trae un horizonte despejado de la zozobra que generan las
crisis macroeconómicas puede crear la idea, equivocada por cierto, de que no se está nada mal. Más
aún, tiempos de crisis en otros lugares del mundo pueden llevar a algunos a hablar del éxito
argentino y de la fórmula o ejemplo a seguir. Pero compararse con la Argentina de sus peores
momentos o con los países que atraviesan serios problemas (resultado de una mala gestión
macroeconómica) no es lo más apropiado ni resulta conducente.
Por detrás de esto, la Argentina atraviesa una crisis costosa pero menos visible que las que
son acompañadas de protestas callejeras, corridas en los bancos, saqueos en los supermercados, o
caídas del gobierno. Argentina, incluso durante estos años de relativa estabilidad macro y buenas
tasas de crecimiento, muestra una alarmante declinación de su importancia relativa dentro del
contexto regional y de naciones emergentes.
Hace cincuenta años, el ingreso per cápita argentino era cincuenta veces el chino, treinta veces
el indio y casi cinco veces el coreano. En la actualidad esos múltiplos se han reducido a cinco y
14 veces los dos primeros, mientras que el ingreso per cápita argentino apenas alcanza al 60% del
coreano. Para algunos puede resultar injusto comparar Argentina con países tan distintos y tan
lejanos, pero si se observa lo sucedido con sus pares de la región, el comportamiento también
resulta preocupante: en 1960 el ingreso per cápita argentino era 3,6 veces el brasileño y 2,8 veces
el chileno, hoy esas cifras se han reducido a 2,2 y 1,6 veces.
Mientras la constante ha sido la pérdida de relevancia económica, durante esos cincuenta años
la Argentina ha tenido tipos de cambio fijos y variables, períodos de peso fuerte y otros de peso
débil, déficits y superávits fiscales, políticas monetarias sanas y otras irresponsablemente
inflacionarias. Y si bien la volatilidad macroeconómica ha sido uno de los factores del fracaso
mostrado en materia de crecimiento, no ha sido la única y tal vez tampoco la más importante.
La falta de definiciones respecto de la inserción internacional (tanto política como
económica), el retroceso educativo y la lenta incorporación de capital al proceso productivo han
alejado y aún alejan a la Argentina del camino seguido por otros países de mayor progreso social y
crecimiento económico.
Resulta paradójico que en un año excepcional para el sector agroexportador Argentina corra el
riesgo de perder el mercado chino. No es casual que las “represalias” chinas se hayan
tomado como respuesta de medidas tomadas de este lado del mundo (aranceles específicos, apertura de
investigaciones por dumping, etc.) y no es casual que tales represalias se multipliquen si
prosperan otras restricciones a las importaciones (no es posible, ni económica ni técnicamente,
exportar sin importar).
Los países más exitosos a la hora de combatir la pobreza y progresar son los que más han
invertido en educación y los que han logrado crear las mejores condiciones para que la inversión de
riesgo sume capital y tecnología al proceso productivo. No se puede pagar buenos salarios y ser
competitivos sin haber acumulado ambas cosas.
Para revertir su fracaso de largo plazo, Argentina no puede darse el lujo de dejar pasar
circunstancias externas excepcionalmente favorables, perdida en el laberinto de una estructura de
incentivos que desalienta la inversión (en educación, en capital físico y en tecnología) en el
marco de una estrategia de inserción internacional totalmente ausente.