COLUMNISTAS

Lágrimas

Parece que fue hace un siglo y medio. O que nunca ocurrió y lo vi en una película de Adolfo Aristarain, de esas que, en la primavera democrática de los 80, nos invitaban a hablar de nosotros como país, aunque sin animarnos aún demasiado, gracias a las actuaciones de Federico Luppi o Ulises Dumont. Pero me pasó durante esa breve y estrambótica semana en que el peronista puntano Adolfo Rodríguez Saá gobernó la Argentina.

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Parece que fue hace un siglo y medio. O que nunca ocurrió y lo vi en una película de Adolfo Aristarain, de esas que, en la primavera democrática de los 80, nos invitaban a hablar de nosotros como país, aunque sin animarnos aún demasiado, gracias a las actuaciones de Federico Luppi o Ulises Dumont. Pero me pasó durante esa breve y estrambótica semana en que el peronista puntano Adolfo Rodríguez Saá gobernó la Argentina. Fue por esos días que un empresario bastante importante y muy talentoso, pero argentino al fin, me dijo con una mezcla de ternura y desprecio intelectual:
—¡Ay, Edi! Los contratos están ahí para no cumplirlos...
El hombre, como tantos de sus colegas –muchos de ellos más importantes que él, y bastante menos talentosos–, tenía a su empresa al borde del abismo. Sufría. Todos estábamos tambaleando, absortos, horrorizados, convencidos de que a un paso quedaba el fin.
Los Kirchner, en cuanto casta gobernante, fueron paridos en ese mismo gran sanatorio nacional con la misión implícita de que alguien tenía que venir a reordenar las cosas. Es decir, a revalorizar la palabra, los contratos, los consensos. Y no empezaron nada mal. Sin mayoría parlamentaria ni de ninguna clase, decidieron atacar el descontrol desde arriba designando una Corte Suprema decente y con el prestigio suficiente como para irradiar una luz de confianza sobre las negruras anárquicas que impedían el funcionamiento normal de casi todo, empezando por nuestras propias psicologías.
Ahora los Kirchner saben lo que es tener mayoría parlamentaria y otro tipo de mayorías (como la que implica abrazarse a los mismos intendentes que hace cinco años eran una “vieja lacra política”), y decididos a confrontar contra el otro medio mundo con tal de tener más mayorías aún, decidieron hacerlo también con su “propia” Corte Suprema, al punto de reconocer que la situación del ex comisario Luis Abelardo Patti genera un inédito “conflicto de poderes”.
El jueves, rodeado de esos intendentes que ahora sólo prometen futuras glorias, Don Néstor salió a ponerle el hombro a su señora y, de paso, se ocupó del tema Pa-tti. “Que primero demuestre en la Justicia que es inocente”, dijo, ya que “tiene la posibilidad de contar con Tribunales que los compañeros muertos no tuvieron”.
Lo de los Tribunales está bien. Y también es cierto que los compañeros muertos, en el caso de aquellos tantos que cometieron delitos (porque otros sólo pensaban distinto que el poder), murieron porque no había Justicia. Sin embargo, la formulación del Pingüino Mayor evidenció cuánto nos falta todavía para que la palabra, los contratos y los consensos empiecen a tener sentido, empezando por la Constitución Nacional. Allí se indica que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, y no al revés.
En medio de la polémica por la decisión suprema de que Patti estaba en condiciones de asumir como diputado pese a las graves denuncias que pesan en su contra, ocurrió algo muy curioso. Una de las más vistosas integrantes de la Corte, Carmen Argibay, hasta se tomó el trabajo de explicarles a los diputados oficialistas que tendrían todas las atribuciones constitucionales de quitarle los fueros al diputado Patti, llegado el más que probable caso de que merezca un castigo ejemplar.
Si uno analizara las palabras kirchneristas con la misma temeridad con que Kirchner las formula, podría llegar tranquilamente a la conclusión de que, según su particular modo de ver, los Tribunales serían una especie de cuarto trasero de la Cámara de Diputados, que funcionaría como un muy civilizado pelotón de fusilamiento.
Sumemos a ello que el kirchnerismo se viene mostrando muy a tiro de resolverlo todo a las trompadas: los piqueteros “recuperan” plazas de las garras de la tilinguería porteña; los Jóvenes K de Máximo Kirchner y el “mítico” Juan Carlos Dante Gullo se boxean con pattistas o se putean –con perdón– con periodistas. Todo ello está ocurriendo ante la mirada esquiva de polícías con órdenes explícitas de no intervenir.
Los Kirchner –él y ella– tienen la inigualable oportunidad de aplicar todo el poder acumulado en estos años para calmar las aguas, respetando y haciendo respetar las leyes. De eso se trata gobernar, en gran medida. Y eso es lo que le andaba faltando a la Argentina cuando ellos decidieron encarnar el reclamo desesperado y pluriclasista de que todo vuelva a funcionar.
Da miedo enterarse de las repetidas apelaciones a los “fierros”, a los “fusiles” y a la “lucha armada” que se colaron en los afiebrados debates de la militancia oficialista, a la que se quiere convencer –un poco desde la Casa Rosada y otro poco desde Puerto Madero– de que el golpismo es una posibilidad real e inminente.
A esa muchachada tan predispuesta a responder con acciones directas a “la violencia generada desde arriba”, debería explicársele que hoy no hay nadie más arriba que sus jefes políticos. Y que de ellos depende el buen funcionamiento preventivo de la policía. Y que los jueces que esos mismos jefes designan son quienes deben hacer justicia. Y que el odio como doctrina política ya fue.
Si los K no logran eso –es decir, si son incapaces de trastocar el ADN violento de los argentinos–, las lágrimas del pibito de la foto serán apenas un chiste sin sentido.