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Las armas las carga el hombre

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Alguien puede matar a una persona con un martillo. Pero los martillos no están hechos para matar sino para trabajar y construir. Son herramientas. Las armas, en cambio, están hechas para matar. Pura y exclusivamente para eso. Esto vale para todas las armas, incluidas las de caza, porque el cazador toma vidas, mata. De manera que donde hay un arma, la muerte ronda. Es invitada especial y central. No puede sorprender su presencia. Un arma cargada no sólo contiene balas, contiene muerte potencial. Fatalidad anunciada, aun cuando no tenga fecha.

Raymond Chandler (1888-1959), uno de los padres fundadores de la novela negra, creador del detective Philip Marlowe y de obras maestras como El largo adiós, El sueño eterno o Adiós, muñeca, además de otras, señalaba que si un escritor pone un arma en el primer capítulo de su novela está obligado a hacer que la misma se dispare en algún momento, así sea en la última línea del relato. Por ello, aconsejaba, hay que pensarlo bien antes de incorporar ese instrumento mortuorio. El consejo de Chandler vale para la vida cotidiana.

En silencio, con cierta hipocresía en la que suele incurrir con facilidad, simulando pacifismo, la sociedad argentina, por derecha y por izquierda, se ha convertido en una sociedad armada. La Red Argentina para el Desarme (un entramado de organizaciones no gubernamentales que trabajan desde 2004 para la prevención de la violencia armada) calculó que en el país hay un arma, legal o ilegal, cada diez habitantes. Y un informe del Ministerio de Salud de la Nación daba cuenta, a fines de 2015, de que cada día mueren ocho personas en el territorio nacional por causa de armas de fuego.

Los más recientes e impresionantes episodios (imposible decir los últimos cuando cada día se suman otros) incluyen el asalto y asesinato de un prominente hombre de la industria editorial, ocurrido en su propio hogar sin que una parafernalia de artefactos de seguridad lo evitara, un chico de 13 años misteriosamente muerto en su casa de un disparo en la cabeza surgido de un arma que poseía la familia, otro chico de 13 años matando a uno de los cuatro ladrones que ingresaron a su casa y amenazaban a su madre y a su hermano menor. Lo hizo con una pistola de su padre. Una de las tres armas que éste dijo tener. También dijo el hombre que cuando va al polígono lleva a su hijo con él. Las variadas reflexiones, especulaciones y declaraciones que espasmódicamente, como es costumbre, se esparcieron alrededor de este último episodio se centraron en la sorpresa, el espanto, el estupor y otras reacciones emocionales, pero olvidaron subrayar que el chico se criaba en un ámbito donde la posibilidad de la tragedia estaba implícita. El arma ya estaba en la casa, como todas las que, declaradas o no, acechan en miles de hogares bajo la excusa de la autodefensa. Y a partir de ahí, basta con recordar a Chandler.

El caldo en que se cultivan estas tragedias es alimentado, sin duda, por un Estado que (a través de sucesivos gobiernos) se desentendió de sus responsabilidades indelegables en materia de seguridad y justicia (también de salud, educación y demás, pero no viene a este caso). Al convertirse en una enorme caja de recaudación y manipulación para corruptos económicos y morales disfrazados de gobernantes y funcionarios, dejó a la sociedad librada a su propio albedrío. Como colaboran los discursos oficiales bien intencionados e inoperantes. Pero también ayuda, y mucho, un entramado social en el que los límites se relajaron hasta desaparecer, los valores son palabras huecas y no un ejercicio diario, los deberes no cuentan, los deseos se proclaman como derechos y cada quien ejecuta su propio código de justicia. Una sociedad en la que sobrevive el más fuerte, el más rápido, el mejor armado.

Publicado hoy, este comentario tendrá vigencia mañana y pasado también. Porque así como la sociedad argentina dice horrorizarse ante el espantoso episodio con el que se desayuna cada día (para felicidad de ciertos medios que viven del morbo), también muestra una enorme capacidad de olvido instantáneo. Hasta el próximo disparo. Que, desgraciadamente, está por sonar.

*Escritor y periodista .