COLUMNISTAS

Las caras del terrorismo

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No sé cómo llegué en YouTube al extenso testimonio del general retirado Heriberto Auel en el juicio por el Plan Cóndor en 2014. No recordaba haber visto antes a Auel, aunque leo que alguna vez apareció en televisión con Chiche Gelblung y provocó un escándalo al negar la existencia de centros de detención ilegal durante la dictadura. Auel se presenta como “polemólogo”, es decir un estudioso de la guerra, y analiza la historia argentina reciente como parte de una guerra revolucionaria dirigida por los cubanos que comenzó en la Argentina en 1959 y continúa después de la caída del bloque soviético, relevado por el Foro de San Pablo. Según Auel, una guerra termina cuando uno de los contendientes ceja en su voluntad de conseguir sus objetivos y eso aún no ha ocurrido. La idea es que el bando revolucionario sigue allí mientras que el otro no tuvo nunca los instrumentos legales para combatirlo y, a veces, ni siquiera advierte su presencia. En realidad, el Tata Yofre dice cosas parecidas en sus libros y entrevistas, aunque de un modo menos castrense.
En su intervención ante jueces, fiscales y defensores completamente desconcertados, Auel cita en su ayuda un libro que proviene de las antípodas de su pensamiento: El furor y el delirio, de Jorge Masetti (Tusquets, 1999). Masetti es hijo del Comandante Segundo, un argentino que fundó Prensa Latina y se inmoló en Salta a principios de los sesenta al mando del EGP, uno de los proyectos imaginados por el Che para exportar la Revolución a Sudamérica. Masetti (h) nació en La Habana y se formó para ser un combatiente como su padre. Fue parte del ERP, peleó en Nicaragua y participó de las operaciones castristas en tres continentes. De la lectura de El furor y el delirio queda claro que no hubo guerrilla latinoamericana que no contara con el respaldo y la logística de los cubanos, cuando no con su organización y dirección. Masetti fue un agente todoterreno pero rompió con el régimen a raíz del caso Ochoa, la última farsa judicial estalinista, que terminó en 1989 con cuatro fusilamientos que incluyeron el de su suegro, Tony de la Guardia. El libro termina con la crónica del desengaño que llevó a Masetti a huir de la Isla, a tratar a Fidel Castro de traidor y a dedicarle el epíteto más hiriente que yo recuerde (“primer jinetero de la Revolución”). Pero también es una denuncia del mito del internacionalismo revolucionario, de su aparato cruel y despiadado al servicio ciego de un régimen autoritario, burocrático y corrupto que destruye a sus soldados.
En estos días vi también Carlos, la miniserie de Olivier Assayas sobre “el Chacal” Ilich Ramírez, una estrella terrorista. Educado como Masetti para servir a la Revolución, es notable el paralelismo de las dos historias, salvo que la causa del personaje es aquí la liberación de Palestina. La degradación de la lucha a lo largo de los años es muy parecida: mientras Carlos se terminó vendiendo al mejor postor entre los servicios secretos árabes, Masetti ejecutaba misiones tan alejadas de cualquier ideal político como el tráfico de colmillos de elefante desde Angola. Pero todo esto parece de una época anterior a la visita de Obama a La Habana y, sobre todo, de que Al Qaeda y EI cambiaran el marxismo por el islam como máscara del terrorismo planetario.