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Las ciudades y los muros

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Llego a Italia esperando ver la nueva mutación de la “crisis”. Los italianos ven cierto rédito en invocar, mencionar, nominar la crisis de tantas maneras como sea posible. Esto les aporta un beneficio secundario: como si se tratase de una epidemia que en algún momento remitirá, señalar todo el tiempo la crisis la disfraza de fenómeno transitorio y no como un estado general y sempiterno de las cosas, como solemos entenderla los argentinos.

Esta vez se trata de los focos incendiarios en los suburbios, una militancia de corte neofascista para señalar la presencia de africanos o inmigrantes en las periferias de Roma. Me aclaran que no está pasando nada nuevo: ya ocurría antes, pero ahora los medios lo utilizan. La vida de las periferias era precaria, con esa fatídica habilidad de los suburbios de no contar con ninguna de las ventajas de las urbes (acceso a la cultura, transportes nocturnos, barrido de calles) ni tampoco ninguna de las ventajas del campo. Las escuelas, alcantarillas y servicios ya estaban saturados, pero ahora la presunta novedad es que la culpa sería de los ciudadanos de segunda, que usurpan los magros servicios del Estado.

¿Hasta dónde llega la periferia?, ¿cómo se la demarca geopolíticamente? Hay un delicado trazado que dibujan las escuelas. Allí donde queda una escuela pública más o menos decente, la población se autoorganiza para no sentirse de segunda. Es como en Londres, donde el costo de la propiedad y el alquiler sube en los barrios cuyas escuelas son relativamente buenas o, en síntesis, que tienen menos porcentaje de extranjeros.

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El trazado del suburbio puede adquirir formatos extremos en Italia. Para vivir en Florencia hemos tenido que pagar una tasa de 12 euros, un impuesto que cobra el municipio cuando uno alquila una habitación, una casa o un hostel. ¿Es una donación a la ciudad para preservar sus riquezas, su pureza, su raza? Lo mismo ocurre con los autos. Sólo los residentes de Florencia pueden entrar con sus carrozas; quienes vengan de afuera deben dejarlas en estacionamientos periféricos.

Imagino que el deseo de estas fronteras es análogo al de las murallas admirables (por viejas y decrépitas) que se ven de a pedazos en las hermosas ciudades italianas.

Una actriz de mi compañía se ha pasado el día al teléfono con diversos medios: la escuela de sus hijos, en Roma, ha sido saqueada tres veces durante el fin de semana de la Virgen. La primera vez se llevaron cosas de valor. Después fueron llevando lo que no habían podido cargar con comodidad en el primer intento. Al final se comieron las meriendas, fumaron en las salitas e hicieron un boquete para llevarse lo que quedaba.

Como la escuela es de periferia no intervino nadie. Las víctimas de los suburbios son más invisibles que las de los centros, y hasta hace poco no parecían interesar ni siquiera a la prensa amarilla. Pero esto está cambiando, probablemente porque echar la culpa de tales males a los inmigrantes es la fórmula más vieja y más funcional de todo fascismo.