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Las conversaciones

Encontré varios números de La Razón. Al azar abrí uno y di con mi sección favorita: “Dialoguitos en el asfalto”.

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Hacía mucho que no iba al bar Iberia, pero la otra noche terminé recalando allí. De repente se largó a llover, bajó la temperatura y necesité un lugar donde guarecerme. Había salido a correr –calzas verde flúo y vincha al tono– y realmente tuve frío. Entré, pedí un chocolate caliente y de otra mesa me llegó el murmullo de una conversación ante la que no pude contener el impulso de escucharla. Había pasado tanto tiempo sin ir que olvidé que lo propio del Iberia son las conversaciones. En todas las mesas una ebullición que no tiene nada que envidiarles a los grandes lugares de sociabilidad porteña: La Paz en los 60 y comienzos de los 70. La Gandhi en los 80 y algo de los 90. Las asambleas barriales después de 2001. Los pasillos de Comodoro Py ahora. De hecho, no pude tampoco contener el impulso de transcribirlas.

Aquí van a algunas. En una mesa de dos tipos, pasados los 50 años: “¿Viste que Daniel Santoro recibió el apoyo de personas de lustre como Cristina Pérez, Gerardo Young, Nicolás Wiñazki, Eduardo Feinmann y Luis Majul? Si lo apoyan periodistas de ese altísimo prestigio, de trayectorias intachables y honestidad máxima, seguro que es víctima de una campaña en su contra”. Y cuando el otro estaba a punto de contestar, llegó el mozo para preguntarme no sé qué cosa y perdí el hilo de la conversación. Rápidamente logré escuchar lo que se decía en otra mesa, dos varones y dos mujeres, de treinta y pico: “Después de cuatro años, el Pro todo lo que tiene para mostrar es el odio a Cristina. Nada más. No hay un solo tema del que puedan mostrar algo positivo. Si la odia el 50,1%, ganan. Si no la odia el 50,1%, pierden”. “Sí”, respondió una de las mujeres, “pero más allá de eso, hay que entender al macrismo como la tercera etapa de un gran proyecto que comenzó con Martínez de Hoz, siguió con Cavallo y continúa con ellos, que busca cambiar la estructura social de Argentina. Llevarla a un modelo de país latinoamericano del Pacífico, como Chile, Perú, Colombia. Una sociedad con un 50% de pobres, una pequeña clase media y tremendos grupos de poder inamovibles. Son ellos los que realmente vienen por todo. No hay errores, no son ineptos, tienen muy claro adónde van y lo están logrando”. Y el otro agregó: “Lo impresionante en esos países es que lograron construir una hegemonía que dice que las cosas son así y que no pueden ser de otro modo. Buscan una sociedad en la que la noción de ‘derechos’ desaparezca para siempre. Esa es la discusión de fondo aquí”. Y cuando la otra mujer se disponía a hablar, sin querer volqué el chocolate y en ese enredo no logré saber cómo terminó el diálogo.

Con las servilletitas de papel limpié el enchastre y un poco avergonzado pagué y salí a la calle. Ya no llovía. Caminé hasta Corrientes, a las pocas librerías de viejo que cierran tarde. Entre una pila de revistas y papeles encontré varios números de La Razón. Al azar abrí uno y di con mi sección favorita: “Dialoguitos en el asfalto”. Compré 10 números por 30 pesos y me los leí todos en el 90, rumbo a Chacarita. Después en Imperio me clavé dos porciones de pizza canchera de parado y volví caminando a casa. Llegué y me puse a escuchar Das Gesamtwerk Opp. 1-31, de Webern, en la versión de la Orquesta Sinfónica de Londres, dirigida por Pierre Boulez, en un CD de Sony. Y cuando comenzó a amanecer me dispuse a escribir esta columna.