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Las empresas no deben financiar la política

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En los últimos meses se ha reactivado el debate público sobre el financiamiento de la política, a partir de que el gobierno nacional propuso una reforma que incluye la eliminación de la actual prohibición de recibir aportes empresarios destinados a financiar las campañas electorales. Las pautas sobre el financiamiento de la política se relacionan directamente con el modelo de democracia al que se aspire, y deben responder, al menos, a tres objetivos.

En primer lugar, tienen que ofrecer condiciones de igualdad entre las distintas fuerzas políticas para difundir sus ideas.
Dado que el financiamiento es imprescindible para sostener la política, cuando se permite que sean las empresas las que aporten dichos fondos, aquellos partidos que acceden más fácilmente a contribuciones empresarias incrementan sus posibilidades de llegar al poder. Se genera con ello en la práctica un efecto de “cancha inclinada” en favor de las fuerzas cuyas ideas son más afines a las de los sectores con poder económico. Una democracia de calidad, en cambio, supone que todas las ideas tengan –a priori– posibilidades equivalentes de convencer a la mayoría y de acceder a instancias de poder público.

En segundo lugar, deben prevenirse los posibles conflictos de interés de quienes resulten electas/os. Las empresas no tienen, por definición, otro fin que el del lucro. En consecuencia, las razones que en la práctica suelen tener para aportar a sectores políticos se relacionan con las posibilidades de recuperación de esa “inversión” –por ejemplo, con la obtención posterior de contrataciones con el Estado o beneficios para su sector, o incrementando su capacidad de influencia sobre decisores públicos–. Una fuerza política que reciba aportes empresarios, entonces, se encontrará en gran medida condicionada por quienes sean sus aportantes, y los incentivos para adoptar decisiones basadas en el interés público se verán seriamente comprometidos.
En tercer lugar, debe garantizarse la transparencia en el origen y destino de los fondos.

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Actualmente las empresas financian de hecho –y, en gran medida, clandestinamente– a la política y a las campañas electorales. Omitir la declaración de grandes aportes, camuflar aportes de campaña como si fuesen para actividades permanentes o valerse de integrantes de las empresas para que figuren como si fueran los aportantes son algunas de las prácticas ilegales en las que suelen incurrir los partidos con capacidad de absorber financiamiento empresarial.

Para defender el levantamiento parcial de las actuales prohibiciones, el Gobierno ha argumentado que ello permitirá saber quiénes son las financistas y así controlarlas. El razonamiento enfrenta grandes problemas: por un lado, legalizar lo prohibido no puede ser la única forma de revertir la opacidad que suponen las actividades que violan dicha prohibición. Pero, a su vez, la propuesta gubernamental resulta contradictoria, dado que si bien autoriza los aportes empresarios, les establece limitaciones. Cabe presumir entonces que los aportes menos problemáticos desde el punto de vista legal y/o comunicacional serán reconocidos, pero las elusiones actuales a la ley seguirán existiendo para el resto –ya sea por el perfil de la empresa aportante, por la excesiva cuantía del aporte, etc.–. Si el problema está en que las prohibiciones de la ley se eluden fácilmente, entonces la clave es mejorar los controles –y no habilitar los aportes de empresas con nuevas prohibiciones–.

Tomarse la democracia en serio implica asumir que la política debe ser sostenida socialmente. Requiere poner límites a la cantidad que puede gastarse en las campañas para no habilitar grandes disparidades entre las fuerzas. Y, finalmente, supone establecer un sistema eficiente de controles para que cualquier limitación que exista se cumpla.

La actual ley puede –y debe– ser mejorada. Pero matar al perro no es la forma de curar la rabia.

*Codirectores de ACIJ.