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Las fichas de la memoria

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La semana pasada conté cómo me recibí de velocista olímpico luego de bajar a los saltos los cinco pisos de la escalera del club, perseguido por el resto de mis compañeros del equipo de básquet, que pretendían castigarme luego de que les demostrara mi aptitud para la torpeza deportiva. “¡Por qué no corriste así en la cancha!”, me gritaba uno, y me abstengo de los comentarios malévolos del resto. Yo corría, creía, por mi vida, y buscando protección. El club estaba dividido en dos sectores. Uno, del que huía, era el edificio moderno, con piletas, cancha, vestuarios, salones, etc., y otro, antiguo, que contaba con escuela y almacén-bar. En el bar se vendían exquisitos sándwiches de pan rociado de cebolla y semillas de amapola (pletzalej) y que contenía gruesas y deliciosas rebanadas de pastrón rojo-violáceo y acidulado pepino en vinagre, y había mesas y los viejos judíos del club jugaban al dominó. Entre ellos estaba Ernesto, mi abuelo paterno.
A veces yo escapaba del colegio para ir a verlo jugar. Impasible, no hablaba, jugaba sus fichas. Cuando dejaba pasar su turno, golpeaba el canto de una ficha de marfil. En esta ocasión, yo corrí en su busca, para que me protegiera de mis perseguidores. El estaba. Cuatro fichas en una mano, tres sobre la mesa. “¡Abuelo, abuelo, me quieren pegar!”, grité. El ni me miró, no habló. Esperó su turno, puso su ficha. Las jugadas eran rápidas, mis perseguidores también. Su ficha golpeó sobre la mesa. El juego siguió. Quizá, con el golpe, mi abuelo había creado un efecto de suspensión mágica, o mis compañeros de básquet habían renunciado a cagarme a trompadas, o me habían perdido de vista, o les pareció demasiado invadir el almacén. En todo caso, pienso ahora, quizá la indiferencia de mi abuelo no era puro desamparo, sino una preparación para las inclemencias de la vida. Nunca me sentí tan solo, nunca aprendí tan bien una lección.