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Las fotos de tu vida

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Algunos ya se habrán dado cuenta de que desde hace unos años volvió el programa somnífero de ver diapositivas de vidas ajenas, viajes, casamientos, bar mitzvot. Desde los ochentas había ido desapareciendo de nuestras vidas esa penumbra que podía durar horas, el ruido del ventilador del proyector, el clic clic de los sistemas automáticos, y acá estamos en Purmamarca, no se ve bien pero lo que está atrás es el cerro de siete colores, etc. Ahora volvió la diapo en sistema digital. La gente te sienta frente a sus laptops de pantalla tornasolada para mostrarte sus imágenes que ahora son muchas más porque ya no hay que gastar en rollos y revelados y entonces la sesión es eterna, aunque esté llena de saltos veloces de foto en foto con la excusa de, bueno esto era una pavada que saqué para mostrarle a fulanito.

Los programas de almacenamiento digital de imágenes traen funciones para pasar las fotos como diapositivas con música, en una especie de felicidad estándar que tiene sus ribetes siniestros. Este último sábado en pleno asado etílico, un amigo de Córdoba recibió el llamado de su hermana mayor contándole que se había incendiado la casa de sus padres. Nadie salió lastimado, pero de la casa no quedó nada. Mi amigo no terminaba de caer, entonces la hermana le mandó fotos que tuvo que sacar a pedido de la policía. Mi amigo las bajó con una laptop prestada, en el living. Lo fui a acompañar y, como él no sabía cómo se operaba ese programa, quise ayudarlo. Para qué. Yo tampoco sabía, pero fui cliqueando ventanas y logré abrir las fotos con un programa que tenía un triángulo de Play. Cuando se activó empezaron a pasar las fotos horripilantes de las cenizas negras de lo que había sido la casa de su infancia, con una música optimista de esas que ponen en las películas cuando el personaje empieza a progresar y le va mejor y el mundo le sonríe. La combinación era muy cruel. Yo trataba de sacar el volumen a los manotazos, apretaba el botón derecho del mouse, el izquierdo, le grité al dueño de la computadora que viniera a ayudar... Cuando logré sacar la música ya mi amigo había quedado estupefacto por la edición grotesca de su casa incendiada.

Al revolver una caja de fotos familiares, es interesante fijarse en la transformación de la fotografía, no sólo en sus formatos sino también en la forma en que se exhiben y se ven esas imágenes, y las actitudes que la situación de la foto genera en el fotografiado. Tengo una foto de mi bisabuelo francés en Mar del Plata, sentado al rayo del sol en la playa, vestido de saco, corbata y cuello palomita; una de esas fotos sacada con una máquina de cajón y trípode, impresa sobre un cartón duro. Se nota que el fotógrafo le dijo: quieto por favor. Así como en el arte tardaron siglos en llegar el movimiento y la gracia de los gestos, también en la fotografía llevó su tiempo que los retratados pudieran aflojarse un poco. Eran fotos de gente con rigidez de friso egipcio, imágenes para enmarcar o para poner en álbumes de papel pizarra con páginas divididas por un papel manteca que las protegía. La mayoría eran fotos de estudio, en blanco y negro, que se coloreaban un poco con tintas y pincel. Mi abuela adelgazándose en un tres cuartos perfil, con los cachetes y los labios coloreados.

Después, la fotografía se democratiza más y llegan las Leicas, las portátiles, las fotos todavía en blanco y negro, pero ya más de entrecasa, en viajes y casamientos de pelo muy corto, años cincuenta. El color llega más tarde, en los sesenta, primero en las diapositivas que ahora están arrumbadas en la humedad de las bauleras, y después en papel, en fotos chicas, cuadradas, de marco blanco, y en los setenta, en unas de borde redondeado y colores que tendían al marrón, al sepia progresivo, pura melancolía de Italpark, gente riéndose en las tazas giratorias. Se mandaban a revelar y venían en unos sobres de doce fotos. Los ochenta son fotográficamente monstruosos. En gran parte, por culpa del flash incorporado. Empiezan las fotos de interior, de livings, gente en sillones, o frente a tortas, gente muy brillosa, atrapada en el peor momento de la moda mundial, fotos que son casi para extorsionar, grupos familiares, álbumes como libritos de folios transparentes provistos por el laboratorio de revelado. El auge de Kodak rigiendo sobre nuestra memoria. Y unos álbumes de páginas grandes y pegajosas que después no pegan más y fotos que se caen, se salen de lugar.

Quedan para otra columna los noventa, el salto de lo analógico a lo digital, y la actual multiplicación de fotos borrosas sacadas con teléfonos celulares.