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Pronostico

Las furias y el adiós presidencial

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A raíz de los atentados en París del 13N se publicaron numerosas reflexiones tendientes a explicar quizás lo inexplicable. Se intenta elucidar, por la vía del pensamiento analítico, las supuestas razones de estos hechos. El ensayista norteamericano Paul Berman enfoca la situación de un modo completamente diferente. El nos dice que las ciencias sociales nunca podrán dar cuenta de las “causas profundas” del terrorismo islámico por la sencilla razón de que éste también se inscribe en lo que antes se llamaba la “naturaleza humana”. Según él, es sobre todo a la poesía a la que hay que acudir para entender este pathos que nos lleva, en tanto especie, a cometer las mayores aberraciones.

En toda la tradición occidental, desde la tragedia griega, las Furias podían ser descriptas, pero no explicadas. Ellas podían poseer al hombre más humilde hasta el más encumbrado, porque todos nosotros estábamos a su alcance. Desde hace algunos años Nelson Castro insistió en explicarnos el síndrome de hybris para racionalizar las desmesuras de la saliente jefa de Estado. En tanto observador de desatinos, puedo comprender los motivos políticos del “vamos por todo”, dicho después de haber ganado la reelección con el 54%. Pero me resulta mucho más difícil encuadrar el motivo que lleva a una presidente (prefiero la forma antigua para no tener que decir que Cristina es muy “inteligenta” y comprende muy bien a la “genta”) a replicarle a una madre que acababa de perder a su hijo en el desastre ferroviario de Once que no sabía lo que era el dolor.

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Los dioses griegos, justamente, castigaron a Prometeo, a Tántalo, a Sísifo o a Icaro por padecer la hybris y cometer este “pecado de desmesura”.
Parece que ahora los dioses se aprestan a castigar a la reencarnación de la arquitecta egipcia y a quien soñaba con ser princesa o reina, despojándola de su trono. El gran Elías Canetti nos relata, en su estupendo libro Masa y poder, que una de las sociedades llamadas “primitivas” le concedía a su jefe un poder absoluto. Mientras el jefe tenía viento a favor se le otorgaban todos los beneficios que reclamaba, pero si el clima o los enemigos de la tribu le jugaban en contra lo esperaba la ejecución.

En una democracia se supone que la pérdida del poder forma parte del orden de las cosas. Pero asistimos a un espectáculo muy diferente. Como si fuera representante de las monarquías absolutistas, del tipo Luis XIV (“El Estado soy yo”) o de su sucesor Luis XV (“Después de mí, el diluvio”), la presidente ha dispuesto del Estado, durante estas últimas semanas, con tal arbitrariedad que uno se pregunta si no ha sido poseída por las
Furias para arrasar con Orfeo y con cualquier orquesta que trate de armonizar en algo nuestro desbaratado país. No hay un solo signo razonable por parte de quien fuera elegida en dos oportunidades para presidirnos, ni en los nombramientos que produce, ni en los cuantiosos fondos de los que dispone y mal administra, hasta en la rabieta del mecanismo protocolar del traspaso de los símbolos del poder.

Da la impresión (y es una pena que así sea) de que su lugar en la historia, que tanto le preocupa, estará más determinado por sus extravagancias y sus desquicios que por sus méritos. Al comienzo de la etapa K, antes de convertirse en un aliado incomprensible de estos gobiernos que despotricaron contra los años 90,
Menem sentenciaba que el matrimonio iba a terminar en el psiquiátrico. Su pronóstico resultó falso, aunque Cristina Kirchner no sólo se está yendo por la puerta chica, sino que lo hace poseída por un rencor que no tiene un solo punto en común con la gobernabilidad, arrastrando a un importante sector del peronismo, incapaz incluso ahora de decirle que no. Lamentablemente, no se recuerda algo similar, ni que se le parezca, en ninguna transición democrática. Arrebatada por las Furias, podría decirse.

*Escritor y ensayista.