COLUMNISTAS
NIEVES

Las palabras y las cosas

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En mi última obra encarno a un lingüista vanidoso obsesionado con un tema intrascendente (la extinción de la lengua mesopotámica de los eblaítas) y una amiga en Holanda que conoce mis refinados apetitos me manda un artículo formidable, al menos para los que no sabemos muy bien qué cosa es el lenguaje. Geoffrey K. Pullum, de la Universidad de California, ha iniciado una cruzada para desmentir el mayor de los lugares comunes del lenguaje, que –después del baile de las abejas o las señales de los simios– tiene que ver con los inuit, o esquimales, tal como los llamamos sin saber que está muy mal. Parece que no hay mes en el que no se publique algún paper que afirme, sin constatar la información, que los inuit tienen incontables palabras para “nieve”. La historia es fascinante. Pullum atribuye a nuestro espíritu racista el hecho de que deseemos creer automáticamente cualquier cosa que se nos diga sobre etnias remotas: la existencia de un otro sirve para reafirmar la lógica intocable de nuestro propio lenguaje, hecho de una sumatoria impráctica de tendencias generales, muchas irregularidades, equívocos vergonzosos, huellas de sexismo y –en definitiva– una serie de pavadas que se asumen como lo más natural del mundo. Los alemanes ven un gato por la calle y dicen: “Uy, una gata”. Nosotros vemos lo mismo y lo llamamos “gato”. Los ingleses no se preocupan demasiado y lo llaman “cat”, y el género les importa poco y nada en ese primer avistamiento: se ve que no están pensando en cogérselo. Pero los esquimales –he aquí la gran mentira– ven nieve y la llaman de siete maneras diferentes. Esto es así a partir de una primera publicación de 1940 a la cual los editores cortaron varias páginas. De siete el número salta en algunas versiones a doscientos. La explicación es la misma: en un paisaje tan dominado por un elemento, lenguaje y entorno se besan en íntimo amor y el uno determina el rumbo del otro, por lo cual es lícito imaginar que tengan palabras diferentes para decir “nieve en el aire”, “nieve en el suelo”, “nieve cayendo en ráfaga”, “nieve congelada”, etc. Nadie explica –sin embargo– por qué en árabe no hay cien maneras de decir “arena”. Tal vez sea que en Arabia hay petróleo, lo cual cambia el curso de las palabras y las cosas.

Pullum denuncia que nadie ha verificado nada ni tenido la deferencia de preguntarles a los inuit cuántas palabras tienen. ¿Qué importa lo que una cultura tan ínfima pueda decir sobre su modo de vida si lo que en realidad estamos tratando de hacer es de afirmar el nuestro? El insiste en que ha hallado sólo dos palabras: qanik (nieve en el aire, o copo de nieve) y aput (nieve en suelo). El alien monstruoso del mito inuit es imposible de detener, porque la idea de que el entorno determina el lenguaje (si una cultura es tan básica como para ser nómade y comer foca cruda) explicaría –por oposición– la riqueza y el peso del pensamiento central, con sus palacios, reyes, museos y primeros ministros, y sus dativos, genitivos y ablativos, sus plurales inexactos y sus miríadas de cositas. Lo cierto es que cuando decimos lago, laguna, mar, océano, lluvia, llovizna, ducha, gota, rocío, niebla, nube, vapor, H2O, sudor, transpiración, albufera, graos, golfo, bahía, tromba, ola, oleaje, marea, río, riacho, riachuelo o arroyo, en realidad los esquimales (o los tártaros, o los marcianos, o los gatos) podrían exclamar: “¡Vaya cultura! ¡Tienen trescientas maneras de decir agua y la nombran según su cantidad, función, ubicación o peligrosidad!”. Pues esto es exactamente lo mismo que hacen los señores y señoras inuit cuando hablan de nieve. Sus mil palabras no son sino simples descripciones de lo que quieren señalar.

Pullum llama a hacer conocer esta verdad y derribar el mito cómodo y racista. Yo me hago eco de su reclamo por este estéril medio, ya que dudo que tenga sentido iniciar una petición en Change.Org, donde acabo de firmar contra las carreras de galgos en el municipio de General Alvear, donde espectadores crueles se divierten haciendo correr unos perros atrás de una liebre mecánica inalcanzable, tal vez amparados en la coartada de que correr está en la naturaleza del galgo, así como hablar de nieve está en la de esos seres que viven en iglúes y que ofrecen su mujer al visitante para que se sirva rico sexo en ella.