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cristianismo

Las querellas del viejo mundo

El encuentro entre el papa Francisco y el patriarca Cirilo, a 962 años de la ruptura entre Roma y Constantinopla, que si se consolida puede tener un gran impacto en la política internacional.

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Aun sin la urgencia de un genocidio en su pleno curso en Medio Oriente que podría pulverizar la presencia humana y toda huella material de la memoria histórica de la cristiandad en la región donde nació y desde donde llevó su mensaje de salvación al mundo, el encuentro del 12 de febrero pasado en La Habana entre el papa Francisco y el patriarca Cirilo a 962 años de la ruptura entre Roma y Constantinopla es un evento histórico que si consolida un proceso de acercamiento, colaboración y, eventualmente, reconciliación entre el catolicismo y la ortodoxia, tendrá su impacto en la política internacional.
Desde que en 1054 se originó la separación por excomulgaciones mutuas y se dividió la cristiandad oriental y occidental, en adición a las diferencias culturales, se generaron dos formas distintas de ejercicio del poder: mientras en Europa medieval se impuso la autoridad del papa en un complejo tejido territorial administrativo donde las disputas feudales mantenían el poder político fragmentado aun cuando surgía alguna figura que se imponía como emperador, en Bizancio el patriarca coexistió con el emperador y, pese a inevitables peleas, la Iglesia y el poder estatal se complementaron en la legitimación y la protección; así hicieron frente común para enfrentar a los persas primero y a los musulmanes después, o para tratar de imponer el dogma ortodoxo a las iglesias orientales que no aceptaron el Concilio de Calcedonio (451) como los armenios, asirios, coptos y etíopes entre otros.
Estas dos “culturas” políticas del ejercicio histórico de poder de parte de la Iglesia católica y la ortodoxa parece un detalle erudito, pero su importancia se entiende cuando, con el advenimiento del Estado territorial en la fecha convencional de 1648 de la firma del Tratado de Westfalia, se generó lo que se conoce como la secularización, o la retirada de la religión de la esfera pública, que quedó idealmente en manos del Estado moderno. La coexistencia y mutua complementación de la Iglesia ortodoxa y el poder estatal del imperio zarista no significaba la secularización política, que sí ocurrió en occidente aunque en formas distintas entre un país y otro y en tiempos históricos distintos; por la fuerza de la revolución, como en el caso de Francia, o en forma relativamente más pacífica como en Inglaterra, la secularización finalmente se transformó en una estructura histórica que calzó perfectamente con otras estructuras como el modo de producción capitalista o la democratización de la política, con la brutal o gradual inclusión de las masas en el proceso de toma de decisiones. No fue el caso de Eurasia, dominada por los zares hasta la revolución de 1917 y la llegada el poder de los bolcheviques. En la entidad estatal que se institucionalizó como la Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas las iglesias en general fueron perseguidas y ni siquiera el patriarcado ortodoxo pudo escapar de la barbarie estalinista.
Con la caída de la URSS y con el ascenso de Putin al poder, la Iglesia ortodoxa recobró su vitalidad, pero ciertamente no es la situación del tiempo de los zares. La Federación Rusa es un país constitucional, cuya política es absolutamente secularizada y la esfera pública es dominio, a menudo muy opresivo, del Estado. Pese a la revalorización de la Iglesia ortodoxa y su lugar en la sociedad, ni Yeltsin, ni Putin, pasando por Medvedev, dominaron al Patriarca para usarlo como un peón en su política. Tampoco la Iglesia ortodoxa aceptó tal precio al apoyo estatal para la recuperación de su espacio en la sociedad. Si no pudo objetar a la invitación que Gorbachov le cursó a Juan Pablo II para que visite su país, el desapruebo del Patriarca a la que le reiteró al papa en 1998 Yeltsin fue tan obvio que el Santo Padre terminó renunciando a una segunda visita. Tampoco desde la Iglesia ortodoxa se le pidió el aviso a Putin cuando su portavoz aplaudió los ataques aéreos rusos contra el llamado Estado Islámico en términos prácticamente de una guerra religiosa. La creación de cuatro diócesis en Rusia de parte de Juan Pablo II en 2002 fue calificado de “violación al territorio canónico” por parte del patriarca. Pero el rencor viene de antes, de los fines de los 1980s cuando en el contexto de la relativa liberalización política de las reformas gorbachovianas, la Iglesia católica de Ucrania, prohibida por Stalin en 1946, salió de su clandestinidad y se refundó.
En la Declaración de La Habana, el Papa y el Patriarca expresan su voluntad de dialogar “lejos de las querellas del Viejo Mundo”; pareciera una obviedad si se considerara el lugar donde dialogaron los dos líderes religiosos, pero la frase refiere explícitamente al tiempo de la división de la Iglesia. “Estamos divididos por heridas causadas por conflictos de un pasado lejano o reciente, por divergencias heredadas de nuestros ancestros en la comprensión y explicación de nuestra fe en Dios.” La Declaración incluye una mención a la situación en Ucrania, donde el enfrentamiento “ya cobró muchas vidas, causó sufrimientos innumerables a los civiles, hundiendo a la sociedad en una profunda crisis económica y humanitaria”. ¿Será la situación “heredada” desde 1596 cuando la Iglesia en Kiev se separó de la ortodoxia y aceptó la supremacía del papa? Si este fuera el caso, ¿intermediarían las dos iglesias conjuntamente para resolver el contacto? ¿Les prestarían atención a la declaración y un eventual rol de las iglesias en Kiev, Crimea y otras provincias ucranianas, donde persiguen los enfrentamientos entre ciudadanos que tienen concepciones distintas de su propia identidad nacional, una diferenciación que, aparentemente, comenzó en el siglo XVI para, luego, adaptarse a los tiempos de la secularización?...

*PhD en Estudios Internacionales de University of Miami. Profesor de Relaciones Internacionales. de la Universidad de San Andrés.