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Las tentaciones de los otros

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En 1978, cuando la dictadura militar se sentía omnipotente, los funcionarios cordobeses bajo el comando del general Luciano Benjamín Menéndez decidieron prohibir la enseñanza de la teoría de conjuntos y la declararon subversiva, junto con los vectores y algún otro ente de la matemática llamada “moderna”. Aun para la época, la idea era un disparate: una revista semanal la denunció y hasta hubo una especie de conferencia de prensa en la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires para protestar contra el absurdo de la medida. Recuerdo que participé de ella junto con profesores y autoridades del departamento de matemática. Unos años antes, en 1974, el gobierno de Isabel Perón había nombrado como interventor en la UBA al abogado de filiación fascista Alberto Ottalagano. Algunos profesores que más tarde reaccionarían frente al oscurantismo cordobés ejecutaron entonces la orden de depurar a todos los docentes sospechados de simpatizar de un modo u otro con la izquierda. Yo era peronista y los peronistas le hicimos llegar al decano una lista con nuestros nombres, que fueron excluidos de la purga. Conservamos el trabajo, pero no fue un acto del todo honorable.

En los gobiernos autoritarios, más allá de sus cárceles y de sus delatores profesionales, hay una extensa zona gris que termina convirtiendo a todos los ciudadanos en circunstanciales víctimas o colaboradores, a veces en ambos. Tal vez el mayor laboratorio en materia de ambigüedad y grisura del siglo XX haya sido el régimen de la República Democrática Alemana, con su desarrollado aparato de espionaje interno al que nadie era completamente ajeno. Sobre los últimos años de la Stasi hay una exitosa película reciente, La vida de los otros, pero la chapucería artística y la manipulación dramática convierten la escala de grises en un colorinche oportunista. En cambio, en Sugiero que nos besemos, de Rayk Wieland, un libro traducido en 2013, la vida bajo el declinante régimen alemán oriental adquiere otro relieve. Como el de La vida de los otros, el protagonista W. ignora que la Stasi lo tiene bajo estrecha vigilancia. Enamorado de una chica en el Oeste, le envía poemas de amor que son interceptados y leídos en clave paranoica por la policía secreta. Pero W. no es un defensor del régimen ni un rebelde; más bien comparte la abulia colectiva y la difusa conciencia del absurdo estalinista que reina entre sus compatriotas. Caído el régimen, W. se niega a interpretar el papel de héroe retrospectivo, rechaza que lo usen como rehén de una operación que deja su vida tan expuesta como incomprendida y se niega tanto a la utilización pedagógica de la memoria como a la demanda de morbo y truculencia que tan bien satisfacen La vida de los otros y tantos libros argentinos recientes, donde las circunstancias personales sólo interesan si son funcionales a grandes verdades demostradas de antemano.

En estos días, la Secretaría de Cultura acaba de purgar de opositores la lista de invitados al Salón del Libro de París. Es un episodio menor, y quienes aceptan integrarla no hacen nada tremendo, apenas callan y aceptan: son tan sólo una anécdota más de la grisura autoritaria, especializada en generar tentaciones para colaborar. Por las dudas, antes de que lo digan, también en 1974 estábamos en democracia.