COLUMNISTAS

Lejos de Bolivia

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Descubro la nueva editorial boliviana El Cuervo, que acaba de publicar La banda de los corazones sucios, una colección de cuentos macabros hispanoamericanos. No me animo a leer otra antología de jóvenes narradores, pero me tiento con el de Mariana Enríquez y resulta excelente. Me doy cuenta de que nunca leí a un escritor boliviano. Miro la biblioteca y encuentro Bolivia construcciones, pero el autor es un falso boliviano y la novela un falso libro. También tengo El delirio de Turing (2005) de Edmundo Paz Soldán, que se termina convirtiendo en mi debut en la materia. Es un thriller internacional de calidad, con criptógrafos y corrupción política. Paz Soldán, muy profesional, resulta un sucesor de Vargas Llosa (VL elogia a PS en la contratapa, PS cita a VL en la novela). Salvo por los nombres de algunos lugares y una circunstancia histórica que apenas disimula los años del gobierno constitucional de Banzer, El delirio de Turing podría provenir de cualquier país y haber sido escrito originariamente en cualquier idioma. Las típicas construcciones populares que ubican el verbo al final de la oración sólo aparecen brevemente en la página 215. Apátrida de la lengua, el libro funciona sin embargo como una descripción potente de la agonía de la clase dirigente local, cuyo ciclo está agotado, y permite vislumbrar su inminente recambio por las huestes de cierto líder cocalero que va ganando terreno en el fondo del cuadro.

Con la idea de continuar con algo más actual, compro otros dos libros de El Cuervo: Diario de Maximiliano Barrientos (2009) y Vacaciones permanentes de Liliana Colanzi (2010), que resultan muy parecidos en su estructura: series de relatos que involucran a los mismos personajes pero que no aspiran a la unidad de una novela. Un pariente de Diario es evidentemente Ocio de Fabián Casas, quien firma la contratapa y celebra allí que “la literatura boliviana se aleja del costumbrismo”. Pero el libro no hace más que hablar de ciertas costumbres de clase media: la infelicidad conyugal, el divorcio, la nostalgia por las amistades de la infancia, el consumo de alcohol, de música americana y de literatura internacional. Nada que esté ligado específicamente al país sino a una existencia globalizada, sin identidad específica, aunque Santa Cruz (donde transcurre el libro y donde nació Barrientos) sea menos colorida que La Paz (donde la editorial El Cuervo tiene su sede).

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Si el libro de Barrientos piensa desde sus personajes, el de Colanzi lo hace más bien contra ellos, que son esta vez de clase alta. Acá también hay divorcios y suicidios pero también una mirada moralista que les hace merecer a sus criaturas el vacío, la mediocridad y el desamor en el que viven. Hay un cuento bueno en Vacaciones permanentes (el último) pero transcurre en Estonia y no incluye ningún personaje boliviano: la escritura de Colanzi, que estudió en Inglaterra y vive en los Estados Unidos, respira con más comodidad lejos de Bolivia. De todos modos, me llama la atención que en ninguno de los dos libros haya la menor referencia a la actualidad del país. No hay una pista de que Bolivia esté gobernada por Evo Morales, como si la historia personal de la burguesía –aun intelectual en algún caso– siguiera transcurriendo idéntica a sí misma, incontaminada por los cambios políticos.

Con cierto asombro vuelvo a La banda de los corazones sucios y leo el único relato de autor boliviano: Hermanos malditos de Wilmer Urrelo. Es un buen cuento, cargado de alusiones a la música contemporánea, pero tampoco contiene rastros de Evo. Está muy lejos de mí exigirle a un libro color local, que hable de sus circunstancias históricas o incluya personajes proletarios. Pero tanta homogeneidad es muy rara aunque es producto, probablemente, de una muestra demasiado reducida.