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Librerías que ya no existen

Inventar un género suena un poco excesivo, digamos entonces que renovó el género entrevista, el formato de diálogo impreso, la conversación entre intelectuales. ¿De qué estoy hablando? De las entrevistas de El Ojo Mocho. Nucleada en torno a Horacio González, la revista se publica desde 1991 (aunque en los últimos sale demasiado esporádicamente) y en la mayoría de sus números incluye una larga entrevista a algún intelectual.

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Inventar un género suena un poco excesivo, digamos entonces que renovó el género entrevista, el formato de diálogo impreso, la conversación entre intelectuales. ¿De qué estoy hablando? De las entrevistas de El Ojo Mocho. Nucleada en torno a Horacio González, la revista se publica desde 1991 (aunque en los últimos sale demasiado esporádicamente) y en la mayoría de sus números incluye una larga entrevista a algún intelectual. Pero esas entrevistas se presentan bajo la estética de la transcripción cruda, como si no hubiera ocurrido ningún proceso de corrección, de edición, de armado, de control editorial, sin retoques, como si la letra impresa reflejara la conversación tal como ocurrió (con sus interrupciones, sus preguntas fuera de lugar, las redundancias, los errores). Opera allí un simulacro, una puesta en escena textual que reside en borrar sus propias huellas como texto, para remitir a la idea de la oralidad como mito, al diálogo hablado como instancia madre de la experiencia del pensar.
Recuerdo más de una entrevista extraordinaria (a Emilio de Ipola, a Fogwill, a Portantiero) y recuerdo también que cuando apareció el primer número algo me incomodó: tenía la sensación de que esas entrevistas podrían llegar a ser “consagratorias”. Es decir, que jugasen un rol de legitimador del “gran intelectual” con su “gran obra”, a la que hay que homenajear. Nada de eso ocurrió, más bien todo lo contrario: las entrevistas no perdieron nunca cierto carácter instituyente. Pero sí sucede que la mayoría de los entrevistados pertenecen a la generación de los 60 y que, al adoptar la charla la forma de una autobiografía intelectual, la conversación toma habitualmente un tono levemente melancólico y de innegable nostalgia. Uno de los temas recurrentes son las caminatas nocturnas por la ciudad y los puntos de encuentro entre intelectuales (bares, instituciones, cines). El otro tema que siempre vuelve es el de las librerías que ya no existen. Una y otra vez se repite el relato de escenas como la de ir a la librería Galatea (cerca del rectorado de la calle Viamonte) y hojear de parado los libros y revistas en francés que se apilaban en las mesas del subsuelo. Nacido en 1967, yo no llegué a conocerla. Pero siempre me pregunté si Galatea era tan buena, o simplemente ocurría que en esa época en Buenos Aires no había más que dos o tres librerías donde se consiguieran ensayos de ciencias sociales (ahora la situación es completamente inversa: ya casi no quedan librerías literarias, lo cual es entendible teniendo en cuenta que ya casi no existe más la literatura).
En fin, todo eso venía a cuenta de algo. Ah, sí, ahora lo recuerdo. Se llama envejecer. Quiero decir: está cerrando la librería de viejos de Avenida de Mayo al 600. Un cartel de una inmobiliaria declara el solar en venta y adentro apenas si quedan libros. Durante casi diez años viví en Avenida de Mayo al 800 (en un noveno piso con balcón a la calle por sobre las cúpulas y las copas de los árboles, con vista al congreso, hacia la derecha, y a la Casa Rosada y más atrás el río, hacia la izquierda) y cuando me fui del barrio conseguí trabajo como empleado municipal, por lo que seguí yendo diariamente a la Avenida de Mayo. A razón de dos veces por semana durante más de diez años, debo haber entrado a esa librería más de mil veces. Y, por supuesto, encontré muchos de mis libros más queridos en sus célebres mesas de tres y cinco pesos (mucho antes de que se pusiera de moda comprar primeras ediciones, y los precios subieran disparatadamente). ¿Empezaré a reproducir yo también un relato melancólico y nostálgico? ¿El de la época en que no existía Mercado Libre y los libros usados se compraban en librerías de viejo y todavía se podían tocar, hojear, regatear? Hace un tiempo que la librería amenaza con cerrar (y que ya no se consiguen buenos libros allí). Si cierra, se cierra también un pedazo de mi historia.