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Literatura continua

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Leo que Enrique Vila-Matas es el escritor invitado para inaugurar el Filba y también leo una reseña que Matías Serra Bradford publicó en PERFIL de Sobre cosas que me han pasado, de Marcelo Matthey. Es un libro muy extraño, un diario escrito durante 1987 y 1988 en el que sólo se anotan hechos cotidianos, desprovistos de toda interpretación: “En la micro del Cajón del Maipo, dos de los vendedores que subieron se pusieron a hablar con algunas personas de la micro. Al primero lo escuché hablar atrás. El otro se sentó al lado de la entrada”. Escrito en un chileno coloquial, Sobre cosas... es el resultado de unir dos libros breves, que es todo lo que escribió Matthey antes de decidir que ya era hora de parar y dejar que lo continuara “un gallo más avezado para seguir en eso y no destruir lo que está hecho”. Evidentemente, Vila-Matas se perdió un Bartleby para su recopilación de escritores que preferirían no hacerlo.

Y no uno cualquiera, porque en la empresa de Matthey se reconoce la literatura en una de sus variantes más radicales pero también más amables. El libro editado por Mansalva incluye una entrevista muy ilustrativa de Cristóbal Joannon y un artículo de Roberto Merino que define la textos de Matthey como exentos “del ruido anexo de los pensamientos”. Estamos en las antípodas de la “literatura de ideas”, pero lo más original de Sobre cosas... es que está articulado en torno a la idea de continuidad, entendida como la ambición de abolir la separación entre el adentro y el afuera, establecer el afecto entre la conciencia y las cosas, entre lo universal y lo particular, entre lo animal y lo mineral, entre lo concreto y lo abstracto, acercamientos que provocan en el escritor un tipo de emoción particular. “Hoy, mientras me volvía a casa, después de comprar el pan donde don Pepe, me vine tocando algunas murallas de las casas que quedan en Grajales. Así, puedo sentir cerca de mí todas estas cosas, que son parte de lo que más quiero”.

La literatura continua de Matthey se opondría así a una literatura discontinua, alterna o discreta (según que el antónimo elegido sea literal, eléctrico o matemático) de la que la novela decimonónica sería el mejor ejemplo, con su separación entre el narrador y lo narrado. Pero Proust, cuya prosa es puro pensamiento, es también un escritor continuo y acaso esa comunicación entre la mente y la materia sea la ambición de toda literatura.

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Para poner a prueba esta hipótesis, intento aplicarla a otro libro que leí esta semana: Scalabritney, de Martín Zícari, una novela muy corta que resulta del monólogo interior de un joven pop-gay-universitario contento con su bicicleta verde y sus performances danzantes que transita entre cartas astrales y teorías de alguna ciencia social, cuyo lenguaje es una parodia de la jerga que se usa entre adolescentes tardíos y con onda. Pero tal vez no haya ironía y el libro de Zícari aspire a ese amor entre cosas heterogéneas para simplificar la vida y hacerla legible y próxima, de tal modo que el sufrimiento sea abolido de la prosa o, en todo caso, esté prohibido nombrarlo, aunque los libros de Matthey y Zícari dejen entrever hiatos trágicos detrás de su textura. De todos modos, Vila-Matas podría recopilar la literatura continua como alguna vez hizo con la evasiva literatura portátil.