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anonimatos

Lo improbable

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Cierta revista literaria editada por escritores serios que jugaban al venerable estilo de los adolescentes terribles llevaba en su portada un epígrafe de Oscar Wilde: “Uno debería ser siempre un poco improbable”. Wilde es el rey de las citas citables y la elegancia de su estilo convierte cada una de sus frases en un dardo que en la fuerza del envío adquiere peso y consistencia de ley. Lo cual no es cierto casi nunca, o solo lo es a veces, o incluso casi siempre. Pero en este caso, aplicado a la figura de Carpaccio, la frase adquiere el carácter epigramático de la verdad.

De principio a fin, la biografía de Víctor Carpaccio está siempre bajo el signo de esa improbabilidad. Se supone que nació en Venecia porque adornaba sus firmas con el calificativo de Venetus, y su apellido presuntamente originario, Scarpa, puede referir tanto al oficio de zapatero (scarpe), o al más zumbón Scarpaza, aunque el propio interesado lo haya querido ennoblecer, cuando arribó a cierto goce de la fama, latinizándolo (Carpathius). Las discusiones de los especialistas acerca de la fecha de su nacimiento (¿1455? ¿1456?) solo poseen importancia indiciaria. Se supone que se lo menciona por primera vez en un acta de encargo de los lienzos de una iglesia, como un pintor menor de treinta años. Se presume también que por aquella época viaja por todo el Véneto. En el 1500, deja un políptico en Zara y los rumores indican que habría viajado a Oriente, pero la versión solo se afirma en el comentario del escritor Vecellio, que la anota ya muy avanzado el siglo XVI. Quizá, para bosquejar los paisajes exóticos y las suntuosas vestimentas orientales que caracterizan buena parte de su obra, a Carpaccio le bastaron su fantasía y los relatos de viajeros. Plena época de fascinación por el exotismo ajeno.

Trabaja para Bellini, pero no se sabe bien en qué cuadros (se le atribuye el famoso Puente de Rialto). A principios del XVI su fama no cede a la de sus contemporáneos. A fines de esa década, ya se lo considera un pintor perimido. La idea de la caducidad es efecto de lo efímero de todo panorama histórico; lo anticuado de un siglo puede ser el antecedente histórico de la vanguardia del siglo venidero. Pero Carpaccio se va perdiendo en el anonimato, y se supone que su obra última la pintan sus discípulos, por demás desganados. Su muerte se consigna en un documento de firma borrosa y sello falsificado.

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