COLUMNISTAS

Los años

Hay algo esencialmente violento en la necesidad del optimismo. Pensar de manera positiva alivia en tiempos oscuros. Es sanador y tranquiliza, porque ofrece ante realidades descorazonantes la opción de una ilusoria pero curativa voluntad, que no le presta atención a la adversidad.

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Hay algo esencialmente violento en la necesidad del optimismo. Pensar de manera positiva alivia en tiempos oscuros. Es sanador y tranquiliza, porque ofrece ante realidades descorazonantes la opción de una ilusoria pero curativa voluntad, que no le presta atención a la adversidad.
Esto es lo que suele suceder en el enero austral, cuando el sol es potente y las tardes mueren desperezándose con morosidad. En estos somnolientos fragmentos de ilusión, la luminosidad veraniega enciende el mito de la eternidad.
Comprendí que no valía acurrucarse en las tétricas racionalidades que, bien sabemos, advierten que todo verdor perecerá. El despliegue cotidiano de nuestro carácter perecedero va cambiando, sin embargo, porque la vejez que uno conoce desde la madurez muestra miserias inexorables, mientras que lo joven y fresco exhibe especiales limitaciones.
En estas semanas de playa y mar y río y montaña y escapadas refulge esa omnipotente supremacía de lo reciente. Nadie puede ser más bello que esas criaturas que derraman vigor y tersura y lo hacen ver con especial insolencia en estas épocas. Mientras nos columpiamos entre aquella inaudita frescura y a la vez coexistimos con la decadencia que aguarda aun por nosotros, pero ya se encarna en longevos seres queridos, nuestra adultez es trémula, contradictoria y quimérica.
Sabemos qué es lo que ya no somos. También vemos y evaluamos cómo son los que han llegado más lejos en la cronología y comprendemos que, en último análisis, esa evolución es inexorable.
¿Tenemos de que ufanarnos cuando, de cara a los ancianos más limitados, nos regocijamos de nuestro oído, nuestra vista, nuestros músculos, nuestras hormonas? Entiendo que no. Sin embargo, una de las gracias ¿divinas? de la mayoría de edad es seguir contemplando la cuesta abajo como un sendero por el que todavía no nos hemos precipitado.
Es que la teóricamente lejana experiencia de la senilidad miserable permite encarar sin oportunismo el carácter más exterior e irrelevante de lo juvenil, esa etapa primaria en la cual el clamor desafiante de las potencias sexuales inagotables va de la mano con una oscuridad individual y unos modales desaforados que confunden ruido con sentimiento, excitación con transmisión.
Los veranos son tuertos. Emerge y se apodera del aire una fuerza temible y mágica, que se encarna en adonis invencibles, y diosas deslumbrantes. Esa fuerza se va convirtiendo en un sueño compartido, una mitología conocida y revisitada con los calores anuales. Me gusta, en estos tramos, reclinarme sobre mi momento y el que atraviesan congéneres o coetáneos.
Lo más duro y audaz parece haber transcurrido, pero la declinación desvencijada no es inmediata. Término medio de unas vidas que sabemos breves aun cuando sean largas, elegimos nuestra propia crónica, la de la madurez relativamente brillante, autosuficiencia asentada y tranquilizadora.
Por eso, puedo comprender y hasta compartir la idea de José Ingenieros (1892-1925) respecto del asombro juvenil y el cinismo maduro. Psiquiatra y humanista nacido en Sicilia, pero de clara identidad argentina, afirmó que “hay cierta hora en la que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve”. Ingenuidad y asombro, entonces, son como testigos de la vitalidad recreada y preservada, aunque, para traer ahora al escenario a otro psiquiatra, Erich Fromm (1900-1980) descubre que “en el arte de vivir, el hombre es al mismo tiempo el artista y el objeto de su arte, es el escultor y es el mármol, el médico y el paciente”.
Ingenieros en la Argentina del Centenario y Fromm en medio del trágico siglo XX germano aluden desde ángulos diversos pero complementarios a ese insondable y maravilloso rasgo subjetivo que todo lo cambia y condiciona. Artista, escultor y médico, sugiere Fromm, son artesanos y creadores de un destino teóricamente independiente de la condena corporal. Ese “pastor ingenuo” evocado por Ingenieros, entretanto, es un mágico descubridor de lo que no es inexorable ni fatal, de lo que puede crearse desde la orgullosa autonomía de cada existencia.
¿Se podría, acaso, evitar la sentencia categórica de Benjamin Disraeli? Político británico nacido en la fe judía (1804-1881), Disraeli fue primer ministro de Inglaterra a mediados del siglo XIX y siempre se caracterizó por ser brillante y sagaz, y no sólo como político. A él se le atribuye este dictamen duro e inapelable, cuando enseña que “la juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento”. Disparate, sí, porque es un momento durante el cual se dispone de demasiada máquina para tan endeble software. Lucha, también, porque a medida que comprendemos, se van distanciando de nosotros nuestras anteriores plenipotencias.
¿Remordimiento? No sé. De nada grave, al menos, debo “remorderme”. En verdad, no sería plausible que la vejez viniera asociada con las turgencias. Lo erecto y lo reblandecido vienen con melodías propias y excluyentes. Por eso me parece importante reivindicar la barra brava de la vida, esta adultez que puede ser taciturna a veces, pero también puede ser corajuda y luminosa.
Es, en todo caso, desde la palpable e indetenible medida de los años que se pueden contemplar con regocijo las delicias de la sabiduría, lo que sucede, melancólicamente, a medida que va aflojando la templanza de las fuerzas.
Ante esta verificación inaudita, pero lamentablemente fehaciente, conozco gente que se pinta el pelo, se plancha las ojeras o se perfora el cuerpo con adornos, produciendo para su propio consumo la ilusión de que ha conseguido detener el tiempo. No es que me parezca un proyecto enteramente repudiable, aunque considero más jugoso, perdurable y verdadero atender la marcha de los propios valores, cuidando de que los matices existenciales típicos de esa adultez sean poderosos emblemas de la vigencia vital en condiciones de ser exhibidos.
Esto es lo que revela y pone a prueba el verano más que en otras ocasiones. La exaltación de los cutis dorados, el endiosamiento de la tersura de los músculos tensados, el privilegiar el brillo de esas miradas que han visto poco, la apuesta a la energía infinita de esos motores nuevos, todo apunta a glorificar las temperaturas templadas y las jornadas extendidas.
Sabemos, empero, que murmura, y se manifestará más temprano que tarde un otoño imprescindible, temporada durante la cual me identifico de manera irrebatible con arbustos y árboles señeros que, tras vivir los festejos de los calores imponentes, se retraen de modo evidente y van preparando su sueño invernal.
Han florecido y procreado, han sido atravesados y han atravesado, se sienten ya propicios para encarar la intemperie cierta que sobrevendrá. ¿No es éste, acaso, el trabajo de vivir?