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Los cuarenta y cuatro Césares

Los emperadores romanos han ejercido una enorme fascinación sobre su posteridad. En el mundo anglosajón, en particular, el tema supo ser obligatorio en la formación de las personas ilustradas. Las crónicas militares de Julio César y las meditaciones de Marco Aurelio formaban parte de cualquier biblioteca mediana, Shakespeare imaginó sus reyes a partir de contrapartes romanas y la monumental obra de Gibbon, Decadencia y caída, era parte del conocimiento común (el título se sigue utilizando como metáfora para describir el triste final de una vida o de un reino).

Quintin150
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Los emperadores romanos han ejercido una enorme fascinación sobre su posteridad. En el mundo anglosajón, en particular, el tema supo ser obligatorio en la formación de las personas ilustradas. Las crónicas militares de Julio César y las meditaciones de Marco Aurelio formaban parte de cualquier biblioteca mediana, Shakespeare imaginó sus reyes a partir de contrapartes romanas y la monumental obra de Gibbon, Decadencia y caída, era parte del conocimiento común (el título se sigue utilizando como metáfora para describir el triste final de una vida o de un reino). Hace unos años, la popularidad mundial de la miniserie basada en Yo, Claudio, de Robert Graves, demostró que los emperadores conservan su atractivo intacto. Un resumen interesante de la historia del Imperio se puede encontrar en Los Césares, un librito de Thomas De Quincey publicado originalmente en 1853 y del que hay una edición reciente en castellano.
De Quincey, uno de esos nombres que nos son familiares gracias a Borges, es un escritor extraño. Los Césares no es exactamente un libro de historia ni una obra de interpretación política, sino más bien un ensayo libre de toda aspiración académica o metodológica, que el autor designaba como “biografía colectiva”. Mediante el relato condensado de la sucesión imperial y algunas de sus brillantes y paradójicas observaciones, el autor ilustra una idea que enuncia al principio y al final: la singularidad del emperador romano como construcción histórica que reunía “aquellos atributos incomunicables de grandeza que jamás estarían destinados a revivir bajo la misma forma y denominación sobre esta Tierra” y que “era sin duda la encarnación más sublime del poder, y el mayor monumento de grandeza procedente de manos humanas que ha aparecido o se ha soportado sobre este planeta”. Al parecer, De Quincey estaba casi en la miseria cuando escribió Los Césares, y sus problemas económicos hicieron que el libro se convirtiera finalmente en un bonsái del proyecto original. Pero aun así, logra persuadir al lector de que el lugar del emperador era un trabajo muy especial, aun con sus cambios a lo largo de los siglos. Cuenta, por ejemplo, que hubo una época en la que la costumbre de asesinar al César (inaugurada con el fundador del cargo) se había convertido en una práctica tan común que los notables romanos dejaron de conspirar para hacerse del puesto y pusieron todo su empeño en evitarlo. De todos modos, el libro nos prepara para pensar que el ejercicio de un poder semejante puede estar más allá de la capacidad de comprensión de los escritores.
De Quincey murió en 1859, un año antes de que Lincoln llegara a la Casa Blanca, sin sospechar seguramente el auge de los Estados Unidos ni la dimensión universal y casi mitológica que fue cobrando la sucesión de sus presidentes. Basta recordar, en la reciente ceremonia de asunción de Barack Obama, la abrumadora sensación de potencia que respaldó su investidura y la consistencia con la que logró representar simultáneamente la continuidad y el cambio para advertir que estamos frente a una creación histórica tan peculiar como la que describe De Quincey y sobre la que tenemos una visión tan detallada como superficial. No es nada original la comparación entre el imperio romano y el norteamericano, pero no deja de sorprender que para pensar la intimidad de los nuevos Césares el gran público tenga elementos tan endebles como las películas de Oliver Stone. Hay, sin embargo, una excepción importante: A Thousand Days, de Arthur Schlesinger Jr., el historiador al que John Kennedy propuso actuar como testigo privilegiado de su gestión. El libro está en la base de todas las ficciones que transcurren en el Salón Oval y sería importante que Obama tuviera, como Kennedy, su historiador residente. Aunque más necesario es que su presidencia se extienda más allá de la esa trágica marca de mil días.