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Los enamorados

El acoso existe, y es terrible. Funciona a base de hostigamiento, de asfixia, de mortificación.

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El acoso existe, y es terrible. Funciona a base de hostigamiento, de asfixia, de mortificación. El acoso es una forma de imposición, es la versión fascista del deseo, y ejerce su afán de conquista, al igual que en las conquistas de guerra, al precio de arrasar lo conquistado. El acoso se practica como determinación unilateral, y deja para después (un después indefinido) la eventual aquiescencia del otro. Su imposible utopía es la de Atame, de Pedro Almodóvar. Su antídoto está en Peteribí, de Luis Alberto Spinetta.

El acoso existe, sí. Pero también existe la seducción. Y la seducción es muy otra cosa. La seducción está lejos de reducirse a una sola pregunta (“¿me amás?”) y una sola respuesta (“sí”/“no”); está plagada de “no sabe” y “no contesta”, de “creo que sí”, de “creo que no”, de “sí pero no”, de “me parece”. La seducción se entiende mucho más con los vaivenes y las contradicciones, con las vacilaciones y la suspensión, con eso que Lenin definió como “un paso adelante, dos pasos atrás”. Sólo a veces transcurre entre personas que ya saben lo que quieren y lo saben de una vez.

Por eso el seductor insiste, porque habita esa zona del amor que está hecha más que nada de eso: de insistencias, una zona en la que nada se desluce tanto como una resignación demasiado pronta. Buena parte de los amores más felices y más plenos que existen o han existido no habrían sido posibles sin cierta dosis de insistencia.

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Sabemos con qué eficacia opera la represión social de la sentimentalidad: disfraza sus moralinas con gritos de libertad, disfraza de respeto legítimo sus mandatos de indiferencia. Si llegara por desgracia a instalarse cierta incapacidad de diferenciar una seducción de un acoso, o si avanzara, tanto más, la tendencia a identificarlos sin más, quedaría el propio amor puesto en peligro. ¿Y qué sería de nosotros sin el amor? ¿Qué sería de nosotros, los enamorados?