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Los Galgos

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El cierre del bar Los Galgos afecta de manera directa nuestra idea del pasado o de la relación que pretendemos mantener con él. No importa tanto si, según se espera, ese cierre es transitorio, si en un tiempo el bar acabará por reabrir sus puertas. Importa, pero no tanto, porque no es lo mismo (habría que preguntarles a los habitués del Británico, por ejemplo) sostener que restablecer, lo continuo que lo restaurado, la permanencia que la recuperación. Un aire de zozobra ha de perdurar, supongo, en el sitio añejo que reabre, pues si reabre se debe a que alguna vez cerró. Y el pacto de constancia irrenunciable que establecemos con la tradición se resquebraja así sin remedio, porque lo que se espera de la tradición es que perdure por sí misma, no que haya que ir a rescatarla a cada rato.
Se dice que los porteños cultivamos la nostalgia (dolor por lo perdido, según la etimología). Vivimos como si el pasado no debiese irse jamás, y a la vez como si jamás hubiese existido de veras. El tango nos habituó a la añoranza, y sin embargo, o por eso mismo, nuestra capacidad retentiva es casi nula. Somos Proust sin magdalena, y hablamos de la magdalena como si nunca hubiésemos probado otra cosa en la vida.
Alguna vez, en los años 20, Borges, poeta y joven, se lanzó a buscar en las orillas la ciudad que se estaba perdiendo. En esos mismos años, Oliverio Girondo se lanzaba a celebrar los cambios y a vivir lo nuevo, la ciudad que se ganaba por sobre la que se perdía. Lector de esos dos escritores, leo ahora en la prensa que el bar Los Galgos cerró. Y reacciono como aquel que lee la noticia de una tragedia y se apura a llamar a sus seres queridos, para comprobar que todos estén bien. Yo paso por La Orquídea, por Montecarlo, por El Banderín; me aseguro de que estén bien, abiertos, ilesos, intactos, fuera de peligro; tan en vilo como el pasado, tan a salvo como el pasado.