COLUMNISTAS
Ensayo

Los papeles de Walsh

Hugo Montero e Ignacio Portela abordan en Rodolfo Walsh, los años Montoneros (Editorial Continente), los cinco informes críticos que entre noviembre de 1976 y enero de 1977, el entonces oficial segundo de la guerrilla, envió a Mario Firmenich y los otros jefes guerrilleros. Los informes pedían una nueva estrategia ante la dictadura que preservara la vida de los militantes, que comenzaban a ser diezmados por la represión.

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Ya no me callo más.” Eso le dijo Rodolfo Walsh a Lila Pastoriza. Era Navidad, y estaba decidido entonces a dar el debate dentro de la organización. El desastre se profundizaba, la inercia triunfalista persistía en los documentos de la conducción, el futuro parecía inexorablemente oscuro. Y nadie decía nada. No era tiempo de silenciar las diferencias. Había que proponer una alternativa, aunque hubiese que pagar un costo político por la osadía. Eso no importaba ahora. “Ya no me callo más”, dijo Walsh, cansado, decidido.

Mil novecientos setenta y seis había sido un año trágico. Se había llevado consigo a Paco, a Vicki, a tantos compañeros. Hacía días apenas habían secuestrado a Pablo y a Mariana, los dos jóvenes compañeros con los que compartía un ámbito de militancia. Con ellos había debatido las críticas; había escuchado con atención sus comentarios, sus protestas y sus problemas; sus hastíos y sus esperanzas. Con ellos repetía con frecuencia las rutinarias recomendaciones en materia de seguridad, el cuidado extremo a cada paso, la desconfianza constante. Pero nada de eso fue suficiente. La garra criminal desconocía cuidados, ignoraba nombres falsos, se burlaba de “berretines” y “minutos”. Avanzaba, ahora.

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El sueño de la patria socialista se desvanecía en una pesadilla sangrienta de la que no había forma de despertarse. Algo había que hacer, y había que hacerlo ahora. “Ya no me callo más”, dijo Walsh, y dejó todo y buscó la máquina de escribir y empezó a politizar su furia, a filtrar su tristeza más profunda cuidando cada adjetivo, a hurgar en su dolor hasta extirpar de allí la crítica justa, en busca de la raíz que había echado todo a perder. La “furia fría”, otra vez. Como en tantas otras ocasiones, iba a intentar cambiar la historia armado apenas con una máquina de escribir y una tonelada de palabras que no podía callar más.

Las primeras semanas después del golpe militar habían sido devastadoras para la orga. El cerco se estrechaba desde el interior hacia Buenos Aires, y la garra criminal de los militares parecía capaz de aniquilar cualquier estructura clandestina. Un día uno, al día después otro, los compañeros faltaban a las citas, se ausentaban de las reuniones, se esfumaban sin dejar rastro. Las caídas se sucedían y no había respuesta. La efectividad de los grupos de tareas en su faena asesina no dejaba célula de pie. Para octubre de 1976, el Consejo Ejecutivo Nacional de Montoneros había girado un extenso informe sobre resoluciones tácticas y estratégicas que debía cumplir la militancia en sus frentes de trabajo.

En el documento, se destacaba el fracaso del gobierno militar en su intento de apertura hacia los partidos políticos, la profundización de contradicciones internas en el seno de las Fuerzas Armadas y la carencia de reservas estratégicas del enemigo para persistir con la represión contra las masas y su vanguardia. Sin embargo, y a pesar del diagnóstico optimista con respecto al desarrollo de una dictadura que contaba con la iniciativa táctica y un “claro avance militar” sobre las fuerzas propias, la conducción montonera aprovechó el informe para admitir problemas y fallas a nivel político y militar. “Las insuficiencias en la política de poder para las masas, el déficit de propaganda, el aparatismo, el militarismo y el internismo nos han impedido capitalizar hasta el momento la hostilidad popular hacia la dictadura para convertirla en acumulación de fuerzas”, señalan como eje de la autocrítica.

Otra preocupación recorre y se repite en cada página del informe: el “internismo”. La conducción evidencia en este aspecto una clave de la situación actual de sus fuerzas, a la vez que se hace eco y responde propuestas y críticas deslizadas por un sector de la organización. La díscola Columna Norte, más precisamente, había insistido en su idea de descentralizar la organización y distribuir las finanzas en cada regional, para intentar preservar a los cuadros ligados a la militancia de base; aquellos más expuestos ante la represión. La respuesta fue exactamente lo inverso: centralizar aún más el mando sin otorgar autonomía táctica, y personificar la conducción a nivel popular bajo la consigna: “Firmenich conduce la resistencia”. Asimismo, también desaconsejaba suponer que el aparato partidario era “un espacio seguro para el repliegue del conjunto de las fuerzas propias” y recomendó para la preservación de la militancia “la mimetización en los niveles sociales más numerosos”. La propuesta era confundirse con la población a través de un mecanismo supuestamente sencillo: “La pregunta que debemos formularnos para resolver cada uno de estos problemas es: ‘¿Cómo resolvería un obrero común esta situación?...’”.

Este informe es el que provocaría la respuesta por escrito de Rodolfo Walsh (entonces oficial 2°), a partir de la discusión en su ámbito de militancia. Fueron, en total, cinco documentos críticos enviados a la conducción nacional, con una distancia de seis semanas entre el primero de ellos, fechado el 23 de noviembre de 1976; y el último, el 5 de enero de 1977. A lo largo de esas seis semanas, los informes que después recibirían el nombre de “Los papeles de Walsh”, van agudizando la crítica desde resoluciones tácticas particulares y el señalamiento de diferencias con respecto a ciertas visiones estratégicas, hasta plantear de forma concreta una línea alternativa a nivel político para preservar a la militancia; además de proponer cambios en la estructura interna de la organización con el objetivo de evitar el aniquilamiento y buscar las raíces de los problemas que determinaron una lectura equivocada de la realidad por parte de la conducción. Si el primero de los documentos se plantea como un aporte a la discusión en el ámbito partidario, en el último se especifica que las divergencias y las dudas manifestadas no deben entenderse “como una forma de cuestionamiento, sino de diálogo interno”.

¿Se trata, en definitiva, de documentos de ruptura? ¿Supo interpretar Walsh la opinión y el sentir de una porción importante de la militancia de base montonera? ¿“Los papeles de Walsh” constituyen un esbozo de plan alternativo del escritor, más allá de cuestiones tácticas, en oposición a la estrategia de la conducción nacional? ¿Generaron estas críticas el debate interno que pretendía provocar entre los militantes de base en la organización? ¿Respondió la conducción a las críticas allí expuestas?

Esos han sido, a lo largo de décadas, algunos de los interrogantes que generó Rodolfo Walsh con sus aportes críticos en tiempos de un cerco criminal que se estrechaba cada día un poco más. Su validez, en todo caso y como primer aspecto por resaltar, no radica en la exactitud o no de su caracterización de la etapa o en la eficacia (incomprobable, por otro lado) de sus propuestas concretas para preservar a los cuadros; sino en la valentía y la coherencia de intentar ofrecer otra opción en un momento donde nadie lo hizo. El objetivo era urgente: modificar una política que llevaba al exterminio. “En los momentos más difíciles, cuando el enemigo intensificaba sus propósitos de aniquilamiento, también se intensificaba en Rodolfo su empeño por encontrar una salida y una respuesta eficaz. El dolor exacerbaba en él el odio y, consecuentemente, la necesidad de una lucidez implacable”, destaca Lilia Ferreyra, quien también cita dos frases de Walsh que permiten comprender mejor el contexto en el cual incorporó sus críticas. “Tendríamos que ser muy sabios para encontrar la salida correcta”, admitió Walsh, dando cuenta de las dificultades para dar con el camino acertado ante una realidad que ponía en juego la vida misma de la organización y de buena parte del activismo político argentino. “Tal vez haya que hallar otros medios, otras vías, otras concepciones que nos aseguren el triunfo”, planteaba, abriendo la puerta a la polémica, exponiéndose también a recibir algunas de las clásicas descalificaciones con las que se protegía una conducción más preocupada por ajustar la realidad a sus dogmas que por asumir, de una vez por todas, una profunda derrota a nivel estratégico.

Otro aspecto por destacar con respecto a “Los papeles de Walsh” es su carácter colectivo. Si bien la primera persona emerge en la mayoría de las expresiones, resulta indudable que Walsh se ocupa de sintetizar en sus críticas las opiniones de otros amigos y compañeros de su misma célula. “Su tarea no fue sólo impulsar y estimular el pensamiento crítico de sus compañeros, sino sintetizar las ideas de quienes lo rodearon, una tarea tal vez más difícil que la crítica individual”, sostiene Lilia. En ese sentido, Horacio Verbitsky señala que en muchas oportunidades realizaron encuentros al margen de la estructura orgánica para analizar lo que estaba sucediendo: “Recuerdo un verano, que tiene que ser enero de 1977, donde fuimos a la playa unos días y tuvimos una larga discusión sobre los planteos que se estaban tomando. Con Rodolfo, con Lilia, con Pirí Lugones y su marido, y mi mujer, estuvimos diez días en una playa alejada”. De todos modos, el cuadro responsable de “subir” las críticas a la conducción era Walsh.

De frente a una catástrofe a nivel nacional (y también personal), Walsh intentó “politizar” sus diferencias con muchas decisiones tomadas por la conducción y provocar un debate en tiempos en que cualquier diferencia era señalada como desviación; toda crítica, una tendencia a priorizar el “internismo”, y cualquier duda, como signo inequívoco de debilidad ideológica.


*Periodistas, directores de la revista Sudestada.