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Los seres intermedios

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Yo no sé hacer política. Pero me di cuenta de que en Boston estaba por meterme en una trampa. Aparentemente, el cargo de vice para el que me estaba candidateando es el más codiciado porque garantiza el ascenso en el próximo turno electoral y todo el mundo quería deshacerse de quien actualmente lo detenta (no diré su nombre) para que alguien más lo ocupe. Una especie de coup d’état que fue cortado de raíz por mi amiga (a quien llamamos Pocahontas por su ascendencia nativ-american), quien además me recomendó que no arriesgara mi dudoso prestigio de quien nunca participó en la política con una movida semejante, que habría de marcarme de por vida (¡mi amor! No sabe lo que es el peronismo).

Pero hablando de marcas de por vida... vaya esta anécdota para quienes me difaman. Una de las razones que me impulsaron en mi breve carrera electoral fue el fastidio que, horas antes de mi vuelo, me provocaron las marronas, un colectivo de personas que no son ni blancas ni negras y que reivindican (copiando, naturalmente, la etiqueta de un movimiento estadounidense, tan colonial como cualquiera) su derecho a la visibilidad y a la censura de los otros. Para las marronas yo (¡yo!) soy blanco, y por eso me descalifican.

En el departamento temporario que alquilé en estas tierras me atendió el locatario, y me advirtió que el edificio prohibía esos subarrendamientos. El se llamaba no recuerdo ya cómo, pero el gabinete de remedios estaba lleno de cajas escritas en árabe. Era, en efecto, de un semitismo (noción lingüística) norafricano (noción territorial) innegable. Me pidió, como quien no quiere la cosa, que si me preguntaban algo yo dijera... “que soy tu amigo”, terminé la frase, canchero. “No, mejor mi primo”, corrigió él, que supo de inmediato que yo de blanco no tengo ni la posibilidad de un sueño. Ahí tienen: ni vice, ni marrona, ni blanche. Todo ser es relacional, más allá de la voluntad.