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Lucrecia Martel, autora del ‘Quijote’

Zama es de una libertad y una potencia completamente infrecuentes en cualquier cinematografía.

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Tardé casi sesenta años en leer Zama, de Antonio Di Benedetto, y una semana en ver Zama, de Lucrecia Martel, pero esta demora pareció más larga que la otra, dada la ansiedad y las expectativas despertadas por la película entre los críticos finos, tribu a la que alguna vez pertenecí. El domingo pasado, finalmente, llegué a Buenos Aires y fui al cine, pero no sólo vi Zama sino también Alanis, de Anahí Berneri, una película que me permitió descubrir que el cine argentino contemporáneo es capaz de dar películas creíbles, inteligentes y personales.

Pero Zama es un bicho de otra especie, de una ambición que excede lo que el cine está dispuesto a ofrecer en una escala cotidiana porque Martel no es una cineasta ordinaria, sino alguien cuya intención fue siempre producir objetos cinematográficos de una originalidad y una potencia que los hicieran perdurables en el tiempo. Podría decirse que Martel padece de megalomanía artística, pero no quiero que esto suene como una crítica, precisamente porque si Zama no es esa genialidad absoluta que muchos han visto, es de una libertad y una potencia completamente infrecuentes en cualquier cinematografía.

Algo parecido puede decirse del libro, una de las raras novelas ambientadas en el período colonial, que Di Benedetto no reconstruye ni evoca sino que utiliza para colocar a su protagonista en una situación kafkiana y partir desde allí, tanto en un sentido geográfico como existencial, hacia lo desconocido y lo indescifrable. Diego de Zama es una especie de traidor universal que se cree un hombre noble, una especie de Quijote mediocre que despliega, como bien observó Cortázar, toda su insensatez en un pasado que no es una tarjeta postal sino el mejor modo de mostrar que el presente no tiene base. Esa falta de sustento hace de Zama nuestro semejante y hasta nuestro amigo. Su circunstancia poblada de fantasmas (tal vez el verdadero género de la novela y la película) es el territorio ideal para la invención.

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Martel observa en una entrevista que el pasado sólo nos ayudará a ser libres cuando recupere su incerteza y deje de darnos lecciones ideológicas. Creo que vio en Zama la ocasión para su propio despliegue imaginativo, el marco para explorar sus propios intereses (la vida de las mujeres y de los pueblos originarios, la zoología fantástica), que no son exactamente los de Di Benedetto aunque no le sean ajenos. Lo curioso es que su adaptación de la novela es notablemente fiel y, al mismo tiempo, suena completamente distinta. El resultado le da la razón a Borges: cuando Pierre Menard reescribe el Quijote no cambia una palabra, pero cada oración tiene un sentido diferente al de Cervantes.

Hay algo curioso en la trayectoria de Di Benedetto: Zama es una novela temprana cuya cota literaria no volvió a alcanzar: nunca volvió a ser un escritor tan ligero, ni tan libre, ni tan divertido (aunque para hablar de Di Benedetto la gente se suele poner solemne).

Para Martel, al contrario, Zama es una obra de madurez. Pero zambullirse en la novela parece haberla liberado de cierta pesadez de su cinematografía anterior, tal vez atribuible a la obligación de ser la inquisidora del patriarcado salteño. Creo que en Zama vemos por primera vez a una directora que se permite jugar plenamente sus cartas.