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Lynch y yo: un conflicto

Nunca fui un fanático de Lynch en general ni de Twin Peaks en particular, así que vi los nuevos capítulos con escepticismo.

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Como todos los años, el sitio Todas las Críticas publica una tabla con los puntajes que 45 periodistas de varios países atribuyen a las películas proyectadas en Cannes. Esta vez, la nota más alta fue para una serie de televisión: los dos primeros capítulos de la tercera temporada de Twin Peaks. Con un promedio de 9,10, David Lynch dejó muy atrás al resto y la nota más baja fue un seis. El material proyectado en Cannes fue el mismo que Netflix empezó a exhibir semanalmente desde el 21 de mayo en todo el mundo.

Suelo desconfiar de la unanimidad y nunca fui un fanático de Lynch en general ni de Twin Peaks en particular, así que vi los nuevos capítulos con escepticismo, con la predisposición contraria a la de quienes convirtieron a la serie en un tótem de la cultura contemporánea. Para ellos, Lynch es un genio que creó una obra que los acompaña desde hace treinta años.

Ante una situación de este tipo, aparecen pensamientos contradictorios. Uno duda entre creer que es el único idiota que se niega a admitir la evidencia o el único lúcido que se conserva a salvo del canto de sirenas de una alucinación colectiva apoyada en una gran dosis de esnobismo que ahora tiene la oportunidad de volver a desatarse. Confieso que ante el dilema del crítico solitario, tiendo a elegir la segunda alternativa. Pero como maduré mucho en estos años –hasta es posible que haya envejecido– decidí recordar que, si bien es cierto que hay algunos críticos tontos y muchos influenciables por las opiniones del entorno, también hay otros inteligentes, formados e independientes. Y esos también celebran a Lynch, aunque en esos dos primeros capítulos yo no haya visto más que charadas infantiles, imágenes vistosas, misterios apócrifos y climas efectistas. Exactamente lo mismo que me hizo abandonar indiferente la primera y celebradísima temporada.

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Pero entonces cayó en mis manos un libro, David Lynch por David Lynch, que El Cuenco de Plata acaba de lanzar en la Argentina. Es una serie de conversaciones entre el director y Chris Rodney quien, además, hace una buena exposición de la carrera de Lynch hasta Mulholland Drive. El libro, inesperadamente, me permitió hacerme amigo de Lynch. Ratifiqué que el tipo puede decir tonterías (como que la oreja que aparece en el pasto al principio de Blue Velvet está ahí porque “las orejas son anchas y, a medida que se estrechan, es posible bajar por ellas y van a dar a un lugar vasto”) pero entendí que un trabajo obsesivo con las imágenes, los sonidos, la música, los actores, el guión y la edición puede estar al servicio de un cine (y, más aun, de una televisión) que es pura superficie y, por lo tanto, pura libertad para generar las emociones más profundas y más inexplicables. Y que ése era el secreto que me negué a ver todos estos años: que las películas de Lynch no se analizan ni se interpretan, sólo se gozan o se sufren. Si uno puede, claro, porque tampoco es para cualquiera. Cuando logré esta depuración espiritual en sintonía con las meditaciones trascendentales que Lynch recomienda en el libro, acudí a los piratas rusos y vi dos capítulos más de Twin Peaks. Cuando llegué al actor de los Expedientes X haciendo de jefe transexual del FBI solté una carcajada y me convertí en otro tonto feliz de la tribu.