COLUMNISTAS
Raymond Carver (1938-1988)

Matrimonios y algo más

A setenta años de su nacimiento, y a veinte de su muerte, acaba de aparecer un libro que se anticipa a los homenajes que se le rendirán en todo el mundo: “Así fueron las cosas”, un testimonio biográfico de su primera mujer y madre de sus hijos, Maryann Burk Carver, que intenta echar luz –y mucha, mucha oscuridad– sobre la figura del creador del “realismo sucio”. Fabián Casas leyó el libro, y elaboró un ensayo lúcido e íntimo sobre uno de los más grandes escritores estadounidenses de todos los tiempos.

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Cuando ya era famoso y podía vivir de la escritura –después de años y años de yugarla de trabajo en trabajo– le preguntaron a Raymond Carver por su juventud,  por los comienzos de su vida adulta. Contestó esto: “Yo tenía dieciocho años, mi mujer tenía dieciséis, estaba embarazada y acababa de graduarse en una escuela episcopal privada para chicas de Walla Walla, Wa-shington. En la escuela había aprendido la manera adecuada de sostener una taza de té, había tenido instrucción religiosa y gimnasia y esas cosas, pero también física y literatura y otros idiomas. Yo estaba terriblemente impresionado porque ella sabía latín. ¡Latín! Ella intentó ir a la universidad durante aquellos primeros años, pero todo era demasiado duro; era imposible hacerlo y criar una familia y estar todo el tiempo en la ruina. La familia de ella no tenía dinero. Ella había asistido a una escuela con una beca. Su madre me odiaba y todavía me odia. Se suponía que mi esposa iría a la Universidad de Washington a estudiar Derecho con otra beca después de graduarse. En cambio, yo la dejé embarazada, y nos casamos y empezamos nuestra vida en común. Ella tenía diecisiete años cuando nació nuestro primer hijo, dieciocho cuando nació el segundo. ¿Qué más puedo decir? No tuvimos juventud. Nos encontramos desempeñando papeles que no sabíamos cómo interpretar. Pero lo hicimos lo mejor que pudimos”.
Esto por el lado de Carver. Ahora se acaba de publicar en España el libro que cuenta el otro lado de la luna, la versión de Maryann Burk Carver, la mujer que perdió su juventud –y buena parte de su vida adulta– tratando de sostener una familia y de que Ray –como ella lo llamaba– se convirtiera en un gran escritor.
El libro en inglés se llama What It Used to Be Like y está traducido como Así fueron las cosas. Un título que bien podría haberle puesto Raymond Carver a uno de sus relatos.
¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? El libro de Maryann Burk Carver se puede inscribir en esa serie de apostillas a la obra de un escritor: biografías, cartas, dentro de poco mails y hasta novelas inspiradas en “la vida de”. La obra de Carver –un par de libros de relatos y varios de poemas– no ha bajado en la consideración del público lector. De ahí que la leyenda Carver –su vida ordinaria, sus estragos con el alcohol– siga siendo altamente redituable. Algunos pueden hincarle el diente a este libro sólo por el placer de leer una historia de amor con ribetes dramáticos; otros, con la intención de descubrir cuál es la receta para que se cocine un gran escritor. ¿El libro se deja leer? ¿La primera mujer de Carver también escribía bien? Más o menos. En realidad uno piensa que si a este libro –cuya autora confiesa que ha sido reescrito por varios editores– lo agarraba Gordon Lish, el famoso hachador de la obra de su marido, lo hubiera convertido en varias partes en cien de queso y cien de jamón. No es el libro de una escritora, ni siquiera de una escritora espontánea. En eso está emparentado con el que sacó hace poco la hija de Salinger, Margaret, El guardián de los sueños o uno añejo de la famosa tía Julia de Vargas Llosa, Lo que Varguitas no dijo, todos libros de mujeres que intentan echar luz sobre la personalidad de estos hombres que les quemaron la vida.
Pero hay que decirlo, a pesar de los excesos verbales, de la prosa a veces infantil y del devenir errático de algunos capítulos, el libro no sólo se deja leer sino que atrapa. ¿Por qué? Posiblemente por la sinceridad de la autora y por el poder emocional de las cosas que cuenta. Se supone que alguien que va a leer la vida de Raymond Carver está ya entrenado en sus relatos y no espera encontrarse con personajes fantásticos de El Señor de los Anillos. Como solía repetir Chéjov en un consejo que a Carver lo impresionó mucho: “Amigo, no tenés que escribir acerca de personas extraordinarias que hacen cosas memorables y extraordinarias”. Así es. La vida de Ray y Maryann fue una especie de road movie, o mejor dicho, house movie, ya que a lo largo de los veinte años que pasaron juntos cambiaron de casa millones de veces. De prefabricadas a moteles berretas, de casas inmensas a pensiones de estudiantes, de un lado a otro del estado, siempre acarreando a sus hijos y saltando –ambos– de empleo en empleo, como si fueran dos mandriles con el culo rojo y caliente, que no podían quedarse sentados en ningún lado.

¿Podés hacer el favor de callarte, por favor? León Tolstoi dijo una vez que el hombre puede soportar hambre y guerra, pero que la tragedia principal es la de la alcoba. Así fueron las cosas es una narración que muestra lo que puede pasarle a lo largo de veinte años a una pareja que se inicia muy joven. Una radiografía de cómo los hijos prematuros, los malos empleos y los deseos reprimidos pueden llevar directo al infierno. El infierno, para los Carver, fue el alcohol. Según narra Maryann, durante muchos años ella tuvo como principal meta la felicidad de su esposo, soportando posponer sus deseos de estudiar en la universidad. Para lograrlo, se ponía el delantal de camarera o trabajaba como telefonista. Quería lograr silencio y concentración para que su esposo escribiera. Estaba convencida desde muy chica de que “Ray sería un gran escritor”.
Entonces, por las páginas pasan los precarios momentos de felicidad familiar, las enfermedades de los chicos y la alegría que tuvieron cuando Carver publicó en una revista su primer poema: El anillo de bronce. Enseguida le publicaron también un relato: Pastoral, en una revista de la Universidad de Utah. El poema apareció en una revista de Arizona que ya no existe. Carver recordaría años después la emoción que lo embargó cuando vio que en el mismo número había poemas de Charles Bukowski, uno de sus héroes. Maryann escribe: “Cuando se divulgó la noticia de la doble publicación, acudió a felicitarlo tanta gente que nuestra vida no recuperó una cierta normalidad en tres días. Estábamos animadísimos. No nos importaba contar la historia una y otra vez, convencidos de que Ray publicaría en todo el mundo. Aquello era sólo el principio”.
Quizás la hayan visto alguna vez. Es una rutina que solían hacer los payasos. Uno se paraba y le dictaba una carta a otro que estaba sentado en la mesa con un plato de comida y una botella de vino, además de papel y lápiz. La carta era enviada a una tal “Beba”. Frente a la risa del público infantil, cada vez que el que dictaba decía “coma” o “beba”, el que escribía la carta comía y bebía. Un número simple. Los esposos Carver lo hacían a la perfección, pero sin comida, sólo con alcohol. ¿Por qué la gente toma? A esto hay muchas respuestas. William Faulkner le dijo a su médico que tomaba porque se sentía más tranquilo, más alto, más bello. Carver respondía esto: “Supongo que empecé a beber mucho después de darme cuenta de que las cosas que más deseaba en la vida para mí y mi escritura, y para mi esposa y para mis hijos, no iban a suceder. Es extraño. Uno no empieza en la vida con la intención de estar en la ruina o ser alcohólico o farsante o ladrón”.
Carver empezó a tomar a la mañana, a la tarde y a la noche. Vodka, vodka con limón, vodka con jugo de naranja, vodka en el desayuno, vodka a secas. También empezó a golpear a su mujer. Ahí entran la Policía y los hospitales de internación y alcohólicos anónimos. Su mujer también empieza a tomar. En algunas páginas del libro los dos andan gateando de trabajo en trabajo, de fiestas de escritores a salas de urgencia. Carver viaja a la ciudad de Iowa para dar clases en el taller de escritores. Ahí se encuentra con John Cheever que –para un alcohólico– era como encontrarse con un tonel de vino. Cuando uno llega a la ciudad de Iowa, lo primero que le cuentan son las andanzas de estos dos escritores. Yendo de sus cuartos a la licorería, cargando el auto para volver a encerrarse a tomar hasta quedar inconscientes. Lo describe Maryann, estamos en el otoño del ’73: “En el hielo y la nieve del invierno de Iowa, Ray y John subían al viejo Falcon descapotable de Ray e iban a la licorería local a comprarse provisiones de whisky escocés. Ray y John Cheever dedicaron mucho tiempo en el taller de escritores de Iowa a su otra profesión: la bebida”.
Para ese entonces, Carver ya bebía todo el día. Casi, apunta su mujer, no pasaban dos horas sin que tomara vodka. Paradójicamente, cuando más enfermo y descontrolado estaba, empezó a tener renombre como escritor. Lo incluían en las prestigiosas antologías de relatos cortos a las que son tan adictos los americanos, y sus borracheras se volvían míticas, como ya lo habían sido las de su compatriota Jackson Pollock.

La maldita epifanía americana. El 2 de julio de 1977 Raymond Carver dejó de tomar. Según sus palabras, ingresó en una nueva vida. El alcohol lo había alejado de su mujer y de sus hijos y ahora, ya fresco de nuevo y con otra mujer de compañera –la escritora Tess Gallagher–, disfrutaba del éxito de sus libros. Catedral –un libro de relatos cortos– lo consagró definitivamente.
Su poesía también era muy leída y admirada. Casi se podría decir que en sus poemas está el Carver más puro. Después se supo que los libros de Carver soportaron la edición quirúrgica de su amigo y editor Gordon Lish. De golpe el estilo seco, mínimo, de Carver, era el invento de otro escritor. ¿Pero eso no es siempre así? De todos modos, a Maryann no le caía bien Gordon Lish: “Como el hermano mayor, Gordon se creía perfectamente dotado para hacerse cargo de la carrera literaria de Ray. Podía indicarle a qué revistas tenía que enviar los relatos y cómo debía titularlos. Se permitía incluso dejar caer sugerencias autoritarias sobre la vida personal de Ray. Gordon modificaba algunos relatos de Ray, y solía hacer incluso correcciones con las que yo no estaba de acuerdo. Me explicó sonriendo que el relato Quieres hacer el favor de callarte, por favor no terminaba como lo habría terminado él. De todas formas, lo importante era publicar y Lish tenía mucha influencia entre agentes y editores. Así que le perdonábamos sus manías”.
Hace poco se publicó en el New Yorker el relato Begginer, es decir, la versión original de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Lish –ahora se puede leer–  no sólo cortaba los finales, sino que cambiaba trozos de lugar y agregaba texto, algo similar a lo que se puede ver si se lee el borrador de The Waste Land corregido por Ezra Pound y que mucho tiempo después publicó la mujer de T.S. Elliot.
Carver, más allá de pedirle a Lish –sin éxito– que no publicara el relato homónimo con sus correcciones, no se hacía mucho problema. Cuando hablaba de Lish, decía esto: “El no tenía horario de oficina. Hacía casi todo el trabajo en su casa. Una vez por semana me invitaba a almorzar. El no comía nada, sólo cocinaba para mí. Yo siempre terminaba dejando algo en el plato y él comiéndoselo. Decía que era por la manera en que lo habían educado. Todavía suele hacer esas cosas, me lleva a comer a algún lado, él sólo pide una copa ¡y depués termina comiéndose mis restos!”. Se ve que lo mismo hacía con los textos de Carver, Ray los dejaba ahí y Gordon le hincaba el diente.
Mientras los novelistas yanquis corren detrás de la Gran Novela Americana, hay una generación de cuentistas que persiguió la Epifanía Americana. Ahí están los extraordinarios relatos de John Cheever,  los Once tipos de soledad de Richard Yates y hasta el Hijo de Jesús del actual Denis Johnson. ¿Qué es la epifanía americana que vía Anagrama ya se ha convertido en una caricatura de la Warner Bros? Es, básicamente, crear algo con nada. Remolcar del fondo del río un barco extraño.
Pongo un ejemplo: una noche, cuando quien escribe estas líneas tenía siete años, volvía junto a sus padres de pasar un fin de semana en una quinta. Mis viejos no tenían auto y regresamos en un micro que pasaba por la ruta, en Pilar. Mamá y yo nos sentamos juntos y papá se sentó adelante.  A su lado, quedaba un asiento libre. Ibamos cansados por el verano y añorando llegar a casa. De golpe se hizo de noche y el micro encendió las luces. A mitad de camino, subieron dos hombres. Uno se sentó al lado de mi papá. El otro iba parado. Los dos estaban borrachos y parecían haber surgido de la nada. Había algo en ellos que electrificó a todos los pasajeros del colectivo. El que estaba borracho al lado de mi viejo se durmió y por efectos del bamboleo le apoyaba la cabeza en el hombro. Mi papá, muy despacio, lo hacía pendular hacia el otro lado, pero teniendo cuidado de que no se cayera. Fue el viaje más largo y horrible de mi vida, aunque en realidad no pasó nada de nada. Los tipos se bajaron poco antes que nosotros, y yo y mi mamá respiramos aliviados. Esta microhistoria insípida, en manos de Carver se podría volver una obra maestra. Eso es sacarle agua a las piedras. Ese fue su trabajo. El libro de Maryann Burk Carver es un recorrido a la cantera.