Cuando ya era famoso y podía vivir de la escritura –después de años y años de yugarla de
trabajo en trabajo– le preguntaron a Raymond Carver por su juventud, por los comienzos
de su vida adulta. Contestó esto: “Yo tenía dieciocho años, mi mujer tenía dieciséis, estaba
embarazada y acababa de graduarse en una escuela episcopal privada para chicas de Walla Walla,
Wa-shington. En la escuela había aprendido la manera adecuada de sostener una taza de té, había
tenido instrucción religiosa y gimnasia y esas cosas, pero también física y literatura y otros
idiomas. Yo estaba terriblemente impresionado porque ella sabía latín. ¡Latín! Ella intentó ir a la
universidad durante aquellos primeros años, pero todo era demasiado duro; era imposible hacerlo y
criar una familia y estar todo el tiempo en la ruina. La familia de ella no tenía dinero. Ella
había asistido a una escuela con una beca. Su madre me odiaba y todavía me odia. Se suponía que mi
esposa iría a la Universidad de Washington a estudiar Derecho con otra beca después de graduarse.
En cambio, yo la dejé embarazada, y nos casamos y empezamos nuestra vida en común. Ella tenía
diecisiete años cuando nació nuestro primer hijo, dieciocho cuando nació el segundo. ¿Qué más puedo
decir? No tuvimos juventud. Nos encontramos desempeñando papeles que no sabíamos cómo interpretar.
Pero lo hicimos lo mejor que pudimos”.
Esto por el lado de Carver. Ahora se acaba de publicar en España el libro que cuenta el otro
lado de la luna, la versión de Maryann Burk Carver, la mujer que perdió su juventud –y buena
parte de su vida adulta– tratando de sostener una familia y de que Ray –como ella lo
llamaba– se convirtiera en un gran escritor.
El libro en inglés se llama What It Used to Be Like y está traducido como Así fueron las
cosas. Un título que bien podría haberle puesto Raymond Carver a uno de sus relatos.
¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? El libro de Maryann Burk Carver se puede inscribir
en esa serie de apostillas a la obra de un escritor: biografías, cartas, dentro de poco mails y
hasta novelas inspiradas en “la vida de”. La obra de Carver –un par de libros de
relatos y varios de poemas– no ha bajado en la consideración del público lector. De ahí que
la leyenda Carver –su vida ordinaria, sus estragos con el alcohol– siga siendo
altamente redituable. Algunos pueden hincarle el diente a este libro sólo por el placer de leer una
historia de amor con ribetes dramáticos; otros, con la intención de descubrir cuál es la receta
para que se cocine un gran escritor. ¿El libro se deja leer? ¿La primera mujer de Carver también
escribía bien? Más o menos. En realidad uno piensa que si a este libro –cuya autora confiesa
que ha sido reescrito por varios editores– lo agarraba Gordon Lish, el famoso hachador de la
obra de su marido, lo hubiera convertido en varias partes en cien de queso y cien de jamón. No es
el libro de una escritora, ni siquiera de una escritora espontánea. En eso está emparentado con el
que sacó hace poco la hija de Salinger, Margaret, El guardián de los sueños o uno añejo de la
famosa tía Julia de Vargas Llosa, Lo que Varguitas no dijo, todos libros de mujeres que intentan
echar luz sobre la personalidad de estos hombres que les quemaron la vida.
Pero hay que decirlo, a pesar de los excesos verbales, de la prosa a veces infantil y del
devenir errático de algunos capítulos, el libro no sólo se deja leer sino que atrapa. ¿Por qué?
Posiblemente por la sinceridad de la autora y por el poder emocional de las cosas que cuenta. Se
supone que alguien que va a leer la vida de Raymond Carver está ya entrenado en sus relatos y no
espera encontrarse con personajes fantásticos de El Señor de los Anillos. Como solía repetir Chéjov
en un consejo que a Carver lo impresionó mucho: “Amigo, no tenés que escribir acerca de
personas extraordinarias que hacen cosas memorables y extraordinarias”. Así es. La vida de
Ray y Maryann fue una especie de road movie, o mejor dicho, house movie, ya que a lo largo de los
veinte años que pasaron juntos cambiaron de casa millones de veces. De prefabricadas a moteles
berretas, de casas inmensas a pensiones de estudiantes, de un lado a otro del estado, siempre
acarreando a sus hijos y saltando –ambos– de empleo en empleo, como si fueran dos
mandriles con el culo rojo y caliente, que no podían quedarse sentados en ningún lado.
¿Podés hacer el favor de callarte, por favor? León Tolstoi dijo una vez que el hombre puede
soportar hambre y guerra, pero que la tragedia principal es la de la alcoba. Así fueron las cosas
es una narración que muestra lo que puede pasarle a lo largo de veinte años a una pareja que se
inicia muy joven. Una radiografía de cómo los hijos prematuros, los malos empleos y los deseos
reprimidos pueden llevar directo al infierno. El infierno, para los Carver, fue el alcohol. Según
narra Maryann, durante muchos años ella tuvo como principal meta la felicidad de su esposo,
soportando posponer sus deseos de estudiar en la universidad. Para lograrlo, se ponía el delantal
de camarera o trabajaba como telefonista. Quería lograr silencio y concentración para que su esposo
escribiera. Estaba convencida desde muy chica de que “Ray sería un gran escritor”.
Entonces, por las páginas pasan los precarios momentos de felicidad familiar, las
enfermedades de los chicos y la alegría que tuvieron cuando Carver publicó en una revista su primer
poema: El anillo de bronce. Enseguida le publicaron también un relato: Pastoral, en una revista de
la Universidad de Utah. El poema apareció en una revista de Arizona que ya no existe. Carver
recordaría años después la emoción que lo embargó cuando vio que en el mismo número había poemas de
Charles Bukowski, uno de sus héroes. Maryann escribe: “Cuando se divulgó la noticia de la
doble publicación, acudió a felicitarlo tanta gente que nuestra vida no recuperó una cierta
normalidad en tres días. Estábamos animadísimos. No nos importaba contar la historia una y otra
vez, convencidos de que Ray publicaría en todo el mundo. Aquello era sólo el principio”.
Quizás la hayan visto alguna vez. Es una rutina que solían hacer los payasos. Uno se paraba y
le dictaba una carta a otro que estaba sentado en la mesa con un plato de comida y una botella de
vino, además de papel y lápiz. La carta era enviada a una tal “Beba”. Frente a la risa
del público infantil, cada vez que el que dictaba decía “coma” o “beba”, el
que escribía la carta comía y bebía. Un número simple. Los esposos Carver lo hacían a la
perfección, pero sin comida, sólo con alcohol. ¿Por qué la gente toma? A esto hay muchas
respuestas. William Faulkner le dijo a su médico que tomaba porque se sentía más tranquilo, más
alto, más bello. Carver respondía esto: “Supongo que empecé a beber mucho después de darme
cuenta de que las cosas que más deseaba en la vida para mí y mi escritura, y para mi esposa y para
mis hijos, no iban a suceder. Es extraño. Uno no empieza en la vida con la intención de estar en la
ruina o ser alcohólico o farsante o ladrón”.
Carver empezó a tomar a la mañana, a la tarde y a la noche. Vodka, vodka con limón, vodka con
jugo de naranja, vodka en el desayuno, vodka a secas. También empezó a golpear a su mujer. Ahí
entran la Policía y los hospitales de internación y alcohólicos anónimos. Su mujer también empieza
a tomar. En algunas páginas del libro los dos andan gateando de trabajo en trabajo, de fiestas de
escritores a salas de urgencia. Carver viaja a la ciudad de Iowa para dar clases en el taller de
escritores. Ahí se encuentra con John Cheever que –para un alcohólico– era como
encontrarse con un tonel de vino. Cuando uno llega a la ciudad de Iowa, lo primero que le cuentan
son las andanzas de estos dos escritores. Yendo de sus cuartos a la licorería, cargando el auto
para volver a encerrarse a tomar hasta quedar inconscientes. Lo describe Maryann, estamos en el
otoño del ’73: “En el hielo y la nieve del invierno de Iowa, Ray y John subían al viejo
Falcon descapotable de Ray e iban a la licorería local a comprarse provisiones de whisky escocés.
Ray y John Cheever dedicaron mucho tiempo en el taller de escritores de Iowa a su otra profesión:
la bebida”.
Para ese entonces, Carver ya bebía todo el día. Casi, apunta su mujer, no pasaban dos horas
sin que tomara vodka. Paradójicamente, cuando más enfermo y descontrolado estaba, empezó a tener
renombre como escritor. Lo incluían en las prestigiosas antologías de relatos cortos a las que son
tan adictos los americanos, y sus borracheras se volvían míticas, como ya lo habían sido las de su
compatriota Jackson Pollock.
La maldita epifanía americana. El 2 de julio de 1977 Raymond Carver dejó de tomar. Según sus
palabras, ingresó en una nueva vida. El alcohol lo había alejado de su mujer y de sus hijos y
ahora, ya fresco de nuevo y con otra mujer de compañera –la escritora Tess Gallagher–,
disfrutaba del éxito de sus libros. Catedral –un libro de relatos cortos– lo consagró
definitivamente.
Su poesía también era muy leída y admirada. Casi se podría decir que en sus poemas está el
Carver más puro. Después se supo que los libros de Carver soportaron la edición quirúrgica de su
amigo y editor Gordon Lish. De golpe el estilo seco, mínimo, de Carver, era el invento de otro
escritor. ¿Pero eso no es siempre así? De todos modos, a Maryann no le caía bien Gordon Lish:
“Como el hermano mayor, Gordon se creía perfectamente dotado para hacerse cargo de la carrera
literaria de Ray. Podía indicarle a qué revistas tenía que enviar los relatos y cómo debía
titularlos. Se permitía incluso dejar caer sugerencias autoritarias sobre la vida personal de Ray.
Gordon modificaba algunos relatos de Ray, y solía hacer incluso correcciones con las que yo no
estaba de acuerdo. Me explicó sonriendo que el relato Quieres hacer el favor de callarte, por favor
no terminaba como lo habría terminado él. De todas formas, lo importante era publicar y Lish tenía
mucha influencia entre agentes y editores. Así que le perdonábamos sus manías”.
Hace poco se publicó en el New Yorker el relato Begginer, es decir, la versión original de De
qué hablamos cuando hablamos de amor. Lish –ahora se puede leer– no sólo cortaba
los finales, sino que cambiaba trozos de lugar y agregaba texto, algo similar a lo que se puede ver
si se lee el borrador de The Waste Land corregido por Ezra Pound y que mucho tiempo después publicó
la mujer de T.S. Elliot.
Carver, más allá de pedirle a Lish –sin éxito– que no publicara el relato
homónimo con sus correcciones, no se hacía mucho problema. Cuando hablaba de Lish, decía esto:
“El no tenía horario de oficina. Hacía casi todo el trabajo en su casa. Una vez por semana me
invitaba a almorzar. El no comía nada, sólo cocinaba para mí. Yo siempre terminaba dejando algo en
el plato y él comiéndoselo. Decía que era por la manera en que lo habían educado. Todavía suele
hacer esas cosas, me lleva a comer a algún lado, él sólo pide una copa ¡y depués termina comiéndose
mis restos!”. Se ve que lo mismo hacía con los textos de Carver, Ray los dejaba ahí y Gordon
le hincaba el diente.
Mientras los novelistas yanquis corren detrás de la Gran Novela Americana, hay una generación
de cuentistas que persiguió la Epifanía Americana. Ahí están los extraordinarios relatos de John
Cheever, los Once tipos de soledad de Richard Yates y hasta el Hijo de Jesús del actual Denis
Johnson. ¿Qué es la epifanía americana que vía Anagrama ya se ha convertido en una caricatura de la
Warner Bros? Es, básicamente, crear algo con nada. Remolcar del fondo del río un barco extraño.
Pongo un ejemplo: una noche, cuando quien escribe estas líneas tenía siete años, volvía junto
a sus padres de pasar un fin de semana en una quinta. Mis viejos no tenían auto y regresamos en un
micro que pasaba por la ruta, en Pilar. Mamá y yo nos sentamos juntos y papá se sentó
adelante. A su lado, quedaba un asiento libre. Ibamos cansados por el verano y añorando
llegar a casa. De golpe se hizo de noche y el micro encendió las luces. A mitad de camino, subieron
dos hombres. Uno se sentó al lado de mi papá. El otro iba parado. Los dos estaban borrachos y
parecían haber surgido de la nada. Había algo en ellos que electrificó a todos los pasajeros del
colectivo. El que estaba borracho al lado de mi viejo se durmió y por efectos del bamboleo le
apoyaba la cabeza en el hombro. Mi papá, muy despacio, lo hacía pendular hacia el otro lado, pero
teniendo cuidado de que no se cayera. Fue el viaje más largo y horrible de mi vida, aunque en
realidad no pasó nada de nada. Los tipos se bajaron poco antes que nosotros, y yo y mi mamá
respiramos aliviados. Esta microhistoria insípida, en manos de Carver se podría volver una obra
maestra. Eso es sacarle agua a las piedras. Ese fue su trabajo. El libro de Maryann Burk Carver es
un recorrido a la cantera.