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Mensajes y repeticiones

En su escritura se mezclarán la magia, los fantasmas y las sociedades secretas con detalles precisos sobre la ropa.

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Hoy voy a alterar dos costumbres: la primera es no usar mi columna para mandar mensajes. El domingo pasado, en esta misma página, Damián Tabarovsky transcribió algunas conversaciones que escuchó en las mesas vecinas de un bar. En una de ellas, dos hombres concluían que Daniel Santoro era objeto de una campaña en su contra porque lo apoyaban “periodistas de altísimo prestigio, trayectorias intachables y honestidad máxima”. Los parroquianos mencionaban entre ellos a Nicolás Wiñazki. Como nadie habla así en los cafés, es posible que la conversación tuviera un tono irónico. No tengo forma de saberlo pero, en cualquier caso, le pido a Tabarovsky que si se vuelve a encontrar con las mismas personas en el mismo lugar o en otro, les transmita de mi parte que yo también apoyo a Daniel Santoro ante el artero ataque del que es víctima. Y, si no es demasiado, me gustaría pedirle también que les haga llegar mi certeza de que Wiñazki es de los pocos valientes que ayudó a revelar la gigantesca asociación ilícita que gobernó la Argentina durante doce años. Ya sería un abuso comentar otra de las conversaciones escuchadas por Tabarovsky, en la que cuatro personas recitaban la cartilla nacional y popular que se distribuyó en los años 70 y que sigue haciendo furor en cátedras y redacciones a pesar de sus serias contradicciones con la realidad.

Enviado el mensaje, paso a violar la otra costumbre, que es la de no hablar de lo mismo que la semana anterior. El otro día comenté mi fascinación ante el descubrimiento de la obra de Robert Aickman (1914-1981), autor inglés de historias de terror, de fantasmas y de misterio o, mejor dicho, de historias en las que hay un trasfondo sobrenatural nunca del todo explícito. Afirmé entonces que pensaba leer toda la obra de Aickman, aun la no traducida (solo hay tres colecciones de relatos en castellano). Entre los servicios que los rusos han prestado a la humanidad (no todo es como Putin tras los Urales) figura un sitio web del que se puede bajar una colección enorme de libros. Allí encontré The Late Breakfasters (literal y horriblemente Los desayunadores tardíos), la única novela que Aickman publicó en vida (1964).

Después de la lectura quedé pasmado, sin entender de dónde salía algo semejante. Es verdad que la interacción entre los personajes, así como la descripción de sus rutinas sociales, laborales y sexuales son las de una novela rabiosamente inglesa. Pero el esoterismo latente en Aickman, sus insólitos caprichos, la enrarecen hasta hacerla única. En el primer párrafo se anuncia que la protagonista, Griselda de Reptonville, no sabía lo que era el amor hasta que conoció a Leander en una fiesta, que luego estuvo casada con el insatisfactorio Geoffrey Kynaston y que éste murió. De estos acontecimientos habla la novela, solo que Leander será en realidad Louise y que el seudónimo alude a Hero y Leandro, trágicos amantes mitológicos.

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Aickman adelanta todo, pero no anticipa nada: en su escritura se mezclarán la magia, los fantasmas y las sociedades secretas con los detalles más precisos sobre la ropa, la comida, el arte y el funcionamiento de las castas sociales británicas en vísperas de la Segunda Guerra. Aickman es uno de esos pocos escritores capaces de llevar al lector a otra parte.