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Messi no existe

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Hoy se juega el superclásico Boca-River, pero no pienso verlo ya que hace meses decidí boicotear el Fútbol para Todos y su nauseabunda propaganda oficialista. Pero el domingo pasado vi Real Madrid-Barcelona, que no es el clásico de acá, sino el de todo el planeta. Y tuve una extraña sensación que intentaré explicar.

En la semana había visto dos películas cuyo tema es el automovilismo, una completamente ficticia y otra basada en hechos reales. Rush está centrada en el campeonato de Fórmula 1 de 1976 y en la rivalidad entre los pilotos Niki Lauda y James Hunt. Esa temporada tuvo todos los ingredientes de suspenso que puede pedir un guión y si uno no sabe o no recuerda la historia, puede disfrutar de la incógnita del resultado y la sorpresa de las alternativas. Pero la ignorancia o el olvido no son esenciales: el director Ron Howard lo es también de Apollo 13, donde uno teme que los astronautas no regresen a la Tierra aun cuando sabe que lo hicieron. Rush es una gran película, una montaña rusa repleta de acción, humor y sentimentalismo y se podrá ver en pantalla grande durante el inminente Bafici, cuyo programa incluye una gran sección dedicada al deporte.

Pero lo que me interesaba señalar es que como espectador no sentí una gran diferencia entre el clásico español en vivo y la recreación hollywoodense de la Fórmula 1 llevada al límite de la adrenalina. Delante del televisor el tipo de emoción es similar y en la pantalla es muy parecido el espectáculo con sus colores, sus personajes y sus comentaristas: en una película de deportes es muy raro que falte el relato del evento, que en el fútbol sólo evitan quienes ven el partido en el estadio. Es el relato lo que en el fondo ordena, uniformiza y le da entidad y perspectiva al flujo de los acontecimientos. Más aun, los hace unívocos, definitivos, irreversibles. Cada gol, cada sorpasso es apenas una variable en la combinatoria de posibilidades de las que el deporte (real o inventado) no puede salir. El relato contribuye a que no haya diferencia entre ver  las hazañas de los futbolistas en el presente o las de los corredores en el pasado.

Eso se ve claro en la otra película de la que quería hablar. Se llama Death Race (2008) y la dirigió Paul W. S. Anderson, interesante cineasta de culto. Allí, en un futuro más o menos cercano, una cárcel organiza una carrera de autos armados y acorazados cuyos pilotos son presos y en la que perder la vida es el resultado más probable. Este deporte, “la carrera de la muerte”, se transmite al mundo entero, remite desde luego al circo romano y tiene obvios antecedentes cinematográficos como Rollerball. Por supuesto que pasan cosas fuera de la pista, como también pasan en la Fórmula 1 y en las ligas más importantes (la prensa ocupa en ese aspecto el lugar del guionista). Pero lo más impresionante es que el deporte ya no transcurre en el estadio Bernabeu, en el viejo circuito de Nürburgring ni en la imaginaria prisión de Terminal Island, sino en un limbo en el que esos lugares responden a un diseño audiovisual común. El resultado es que la existencia de Messi es tan relativa como la de Hunt o Lauda, la de los actores que los encarnan o la de Jensen Ames, el héroe de Death Race: es la forma del relato lo que construye a los ídolos, lo que los hace inteligibles.