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Mi abuela Rosa

Llega un momento en que la vida está poblada de muertes.

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Llega un momento en que la vida está poblada de muertes. El fallecimiento de mi tía Noemí, su triste entierro en una tumba solitaria abierta en el barro que se estiraba sobre los caminos del cementerio de San Martín, me llevó a acordarme de una muerta más antigua: mi abuela Rosa, la madre de Noemí y de mi madre y de mi tío Víctor, también fallecido, tan grande y tan jocoso que tomaba mate en pezuña de vaca y se rascaba la espalda contra un árbol cuando le picaba.

En sus últimos años, por su estado, Rosa ya no podía ser cuidada por la familia y tuvimos que internarla. Cuando entró al geriátrico apenas podía levantarse del sillón, pero al año había pasado de Rosa a Rosita y era la querida de las enfermeras y se consiguió un galán al que, como muestra de deferencia, le cosía los botones de las camisas y del saco. Yo iba a visitarla y me llevaba a hablar con sus amigas viejas y en muestra optimista de recuperación se agarraba de la barra del pasamanos y me mostraba sus ejercicios gimnásticos.

Siempre fui de someter a mis novias a pruebas absurdas, indispensables para satisfacer el goce melancólico de ser abandonado y sufrir como corresponde. Una vez, le pedí a una de ellas que me acompañara al geriátrico a ver a mi abuela. Mi novia fue amable y conversaron, y cuando llegó la hora del fin de la visita y nos estábamos yendo, mi abuela me llamó aparte y me dijo: “Me queda poco tiempo y me gustaría ver a un bisnieto”. Entonces la abracé y me dijo al oído: “Y ya no me importa que ella no sea judía”.