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Mi amigo admirado

En Interzona quise publicar Unas vacaciones… pero Random House no me autorizó. Ahora pienso que fue mejor así.

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Escuché por primera el nombre de Julián Rodríguez cuando leí Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, a fines de 2004. Ya conocía el nombre de Constantino Bértolo, el editor del libro, pero tampoco sabía de la existencia de Caballo de Troya, el sello con ínfulas de independencia dentro del conglomerado llamado entonces Random House Mondadori. Lo primero que me impresionó fueron las dos citas de apertura: una de César Aira y otra de Marx. Esas dos tradiciones me son tan cercanas y afines, como terminó resultándome la obra de Rodríguez y el propio Julián. Porque muy poco tiempo después nos hicimos amigos. ¿Cuándo fue? ¿Dónde, cómo? No lo recuerdo. Es probable que a través de Antonio Jiménez Morato, o tal vez por Constantino. No importa: fue natural que me hiciera su amigo. Y fue natural que Julián rápidamente se convirtiera en uno de los pocos, poquísimos escritores y editores de mi generación a los que respeté personalmente y admiré intelectualmente. Y al que copié casi impunemente: en 2010 viví unos días en Madrid en casa de Paca Flores, su socia en la editorial Periférica (imagino, o mejor dicho, no puedo imaginar ahora el dolor de Paca, de Irene, de Javier, de tantos otros) y vi de cerca el funcionamiento de la editorial y la confección del catálogo. La línea de libros de dominio público de Mardulce está tomada directamente de la de Periférica.

Julián me dijo que ese tipo de libros tenían que reunir dos condiciones: tienen que ser actuales, frescos, contemporáneos, pese a tener más de 70 años de publicados por primera vez. No pueden nunca parecer un rescate o un capricho. Y tienen que ser inéditos o que se hayan traducido una sola vez, hace décadas. Tienen que mantener un valor de novedad, como para entrar en sistema con los autores actuales del resto del catálogo. Julián, con esa ironía que tenía (una frase corta y perfecta, no necesitaba más) decía que los suyos eran mejores. Tenía razón: La librería ambulante o En Central Station me senté y lloré son mejores que cualquier libro que yo haya editado. La última vez que lo vi (me hacía sentir casi como un privilegiado: Julián ya estaba enfermo y salía poco: en los últimos tiempos, cada vez que yo iba a Madrid –una vez por año– me citaba a desayunar en La libre, a metros de la galería) me animé a decirle sobre mi admiración (él ya lo sabía, por supuesto). Pero no logré terminar la frase: levantó un poco la voz (algo raro en él: hablaba tan bajo, al menos para un porteño como yo, acostumbrado a hablar a los gritos, que escucharlo se volvía un acto de entrega por el otro), me interrumpió y cambió de tema.

Antes, en otros viajes, habíamos ido a ver juntos a Los Planetas, habíamos visitado librerías de viejo en Malasaña, habíamos discutido hasta la trasnoche por la literatura de aquí y de allá (él sostenía la superioridad de la narrativa latinoamericana contemporánea por sobre la española, y yo que en Argentina no hay autores como Mercedes Cebrián, Belén Gopegui, Elvira Navarro, Carlos Pardo, ente muchos otros. Y por supuesto, él mismo). En Interzona quise publicar Unas vacaciones… pero Random House no me autorizó. Ahora pienso que fue mejor así: no tiene que ser fácil acceder a los grandes autores.

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Julián Rodríguez nació en Ceclavín, España, en 1968. A los 10 años se trasladó a Cáceres. Vivió en Madrid, cerca de donde murió el 28 de junio.