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alegrias

Mi madre y el gatobús

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Mi mamá nació en Urdinarrain, un pueblo muy chico de Entre Ríos. Vino a vivir a la Capital a los 17 años trabajando en la casa de los Usni, unos judíos sefaradíes que la cuidaron como a una hija. Cuando nací yo, los íbamos a visitar seguido. Mi mamá tenía una amiga que se llamaba Adela y que era mucho mayor que ella y a la que acompañaba a los bailes de, como se decía en ese entonces, “gente más grande”. En uno de esos bailes conoció a mi papá –que le llevaba diez años– que le puso el número de teléfono de su casa en la mano antes de despedirse y después de haber bailado toda la noche. 976933. Mi papá también le dijo que era actor. Pienso en eso y me río. Mi mama murió muy joven, en mitad de su cuarta década. Ya no recuerdo la fecha en que murió ni el día en que cumplía años. Pero se ve que cuando falleció me afectó porque escribí este poema: “Hoy mi madre tendría que cumplir 48 años/ pero hace tres que está enterrada en un cementerio/ de los suburbios de la ciudad/ aun así, las cosas persisten en crecer/ el sol arroja sus arpones amarillos a través de la nubes/ los niños juegan en los parques sus juegos de siempre/ un satélite ruso se estrella en París/  y yo me paro algunos días frente a su tumba/  y me doblo con las flores en la boca del viento”. Bueno, ya no está en una tumba. Yo la saqué hace años del supermercado de la muerte y la cremé. Fue un trámite intenso. Salí una mañana para el cementerio de la Chacarita, me dieron el número de su tumba y el lugar donde estaba, caminé detrás de un tipo con overol y una pala. Cuando llegamos a donde estaban sus restos, el tipo empezó a cavar. Se metió en la tierra y partió de un golpe la madera podrida del cajón. Y sacó un hueso de mi madre que tenía alrededor una especie de gelatina, es decir, no estaba todavía, me dijo el tipo, preparado para cremar. A menos que yo le pagara una plata y él la limpiara con un cuchillo, hueso por hueso. Le pagué. Hizo eso, metimos los restos en una bolsa, los llevamos al crematorio y al rato yo salía con una urna en la mano y mi madre convertida en humo. Si todo salió bien, hoy, sábado, cuando se publica esta columna, estoy desde hace tres días en Urdinarrain con mis hermanos, mi hijos y los hijos de mis hermanos más mis primos del lugar a los que no veo desde que tenía 8 años. Vinimos para pasar Semana Santa y tirar las cenizas de mi madre en el pueblo en que nació. Le expliqué a mi hija que cuando el cuerpo muere el espíritu se une a todas las cosas del mundo y la carne se hace ceniza. Y que al dejarla en la tierra donde nació mi mamá, sus cenizas se metabolizan con la tierra y es cuidada por –como le gusta pensar a Miyazaki– los animales mitológicos del bosque: Totoro, el Gatobús. ¿Entonces esta noche la abuela Julia va a andar en gatobús?, me preguntó Anita. Sí, le dije. Imaginar a mi madre en el gatobús me dio una alegría inmensa.