COLUMNISTAS
Mara Kodama

‘¡Mi padre era más joven que Borges!’

Atiende al periodismo en el estudio de su abogado. Querelló al traductor francés de Borges, y asegura que su finado marido no se distanció de su amigo Bioy Casares por culpa de ella. Dice que Fanny, el ama de llaves, se negaba a cocinarle y “era una acosadora”, y que al autor de El Aleph le gustaba escuchar a los Rolling Stones. Imperdible.

default
default | Cedoc
La leyenda dice que los que se acercaban a las Pirámides de Egipto morían de enfermedades terribles. Del mismo modo, la gente que se aproximaba así, con el afán de apoderarse, de poseerlo, enloquece y termina por creer que es Borges...
María Kodama, al reírse, parece muy joven y diferente:
—Es divertido –agrega–. Sin embargo, ser la mujer y la heredera de Borges debe resultar complicado. En efecto, quizá por ello, no otorga la entrevista a PERFIL en la Fundación Borges sino en el estudio de su abogado, el doctor Orlando.
Los diarios franceses (Le Monde, Le Nouvel Observateur) se han hecho eco de las dificultades surgidas con motivo de la segunda edición de las obras de Borges en la legendaria Colección de La Pléyade y donde parece haberse producido un enfrentamiento entre María y Pierre Bernès, el amigo y legendario traductor de Borges.
—Quizás estoy mal informada pero yo creía, María, que Borges y Bernès eran muy amigos...
—Yo también lo creía hasta que me enteré por el propio Bernès de que, para él, la amistad no existe. Que, según me dijo, yo era naive (ingenua) por creer en la amistad y que había grabado en París todas mis conversaciones desde Ginebra. Después de eso, creo que tampoco era amigo de Borges, ¿verdad?
—Pero ¿cómo es eso? Explicame. Tengo entendido que hay una serie de casetes de conversaciones entre Borges y Bernès de las que vos, aparentemente, reclamás la propiedad, ¿no?
—No. No es eso. Yo no pienso que son propiedad mía y vos sabés, porque sos periodista, que cuando alguien habla con otra persona, el entrevistado tiene que tener una copia de lo conversado, de la entrevista.
—Mirá, no. Yo nunca he dado copias de mis reportajes a los entrevistados.
—Bueno, en París eso se hace. Es así. Y te explico. A raíz de este asunto, yo le hice un juicio a Bernès y el juez lo obligó a entregar una copia de todo ese material. Y te repito –María se apoya en cada palabra y endurece el tono–, por suerte, eso en París funciona.
—Yo vi en “Le Nouvel Observateur” algunos comentarios muy duros sobre el tema. ¿Cuál es entonces, ahora, el problema para publicar una nueva edición de las obras de Borges en francés?
—El problema es, bueno, yo no puedo hablar de eso porque está en manos de los abogados en París. Y no puedo hablar de cosas que pueden perjudicarme.
—Te lo pregunto porque en la prensa francesa ponían el acento en tu posición irreductible que imposibilita llegar a un acuerdo...
—Mirá, yo te voy a decir una cosa porque es un tema académico y por eso puedo abordarlo. En una publicación académica se cita como bibliografía algo que no existe. Ninguna persona académica puede transcribir sin colocar los signos que indican o quitan una parte de un texto... Por ejemplo, yo tomo un texto tuyo y le quito una parte. Entonces, académicamente, estoy obligada a colocar puntos suspensivos o comillas o lo que sea para que el lector sepa que yo he extraído una parte de ese texto por la razón que fuera. Si yo no hago eso, estoy incurriendo en una estafa intelectual y, quizás, estoy distorsionando lo que vos decís, ya que, al unirlo como quiero, cambio el sentido de tus palabras.
—Entonces, ¿qué va a pasar con la nueva edición de la obra de Borges en La Pléyade?
—No puedo decírtelo. Está en manos de la Justicia.
—¡Qué lástima! –argumento–. Era una edición tan linda.
El tono de María se vuelve gélido:
—Depende de cómo la veas. De todas maneras, no soy yo quien va a hacer la edición de La Pléyade y...bueno, no puedo decir nada.
—Está en manos de la Justicia –repite–. Supongo que, como todas las cosas en la vida, esto terminará por arreglarse.
Es momento de salir de un terreno internacional y complicado. María ha sido testigo de una vida fascinante:
—¿Cómo fue compartir lo cotidiano con un hombre genial?
—Para mí fue algo muy maravilloso. La nuestra fue una relación muy larga. Comencé a estudiar con él cuando yo tenía 16 años y luego, poco a poco, la vida fue tejiendo otra historia, repito, maravillosa, que me ha dado ahora mucha fuerza y mucha energía para vivir.
—Sin hablar de los últimos años, ¿cómo era, en plenitud, el ritmo de trabajo de Borges?
—No era un ritmo parejo. Todos los días no eran iguales. No era una persona que tuviera un ritmo de trabajo rígido. Cuando se le ocurría una idea para un cuento o para un poema, muchas veces la elaboraba durante varios días y luego, bueno, decidía: “Esto va a ser para un poema, va a servir para un cuento...”, y recién entonces comenzaba a dictar. Al día siguiente, volvía a revisarlo. A veces corregía o no. Dejaba pasar dos o tres días, volvía a pedirme que le leyera el texto dictado y recién allí corregía. Sobre todo, pasaba mucho tiempo pensando sobre lo escrito.
—¿Tenía un orden de prioridades en lo escrito como para poder corregir sin ver?
—Sí, absolutamente. Uno comenzaba a leerle el texto y él apuntaba acerca de la continuidad o no de los párrafos. Lo tenía todo perfectamente estructurado en su cabeza. Por ejemplo: en los cuentos, él decía siempre que, antes de dictarlos, tenía que saber exactamente el principio y el fin.
—Es decir que lo que iba entre el comienzo y el final era como la crónica de un final anunciado.
—Sí, sí. Borges tenía ya toda la historia a la que iba añadiéndole las circunstancias.
—Me acuerdo de que en un vuelo de avión vos ibas describiéndole minuciosamente los colores y los paisajes que veías por la ventanilla...
—Yo siempre le contaba cómo era el lugar en el que estábamos o los países a los que llegábamos y que él no conocía. Borges tenía mucha memoria para recordar aquellos países en los que había estado de joven y, a medida que los íbamos descubriendo, yo me ocupaba de describírselos en detalle. Cuando descubrí que él tenía esa enorme memoria visual, y que había recorrido los museos de Europa en su adolescencia y recordaba cada detalle, entonces comencé a hacerle la descripción del mundo desconocido por los dos que estábamos descubriendo en ese momento. Para esto acudí a los colores de los cuadros que él había “visto” realmente en su momento y a los gestos de los personajes que él recordaba. A todo esto, Borges le añadía poemas que iba recitando según las circunstancias o, también, recordando situaciones que él había vivido muchos años atrás.
A mi padre le gustaba mucho el arte y, desde muy chica, aunque no entendiera nada, me regalaba libros de pintura y me llevaba a exposiciones. La broma que Borges hacía siempre era que mi padre me había educado para él, puesto que gracias a toda esa formación de la infancia, luego pude transmitirle la realidad que él no podía ver y que descubrimos juntos.
—Bueno, de hecho Borges podría haber sido tu padre...
—¡Mi padre era más joven que Borges!
Como en una vieja película vuelvo a ver a Borges caminando por Maipú, por Florida. Tan de Buenos Aires. Y aprovecho para volver sobre un tema que se ha comentado hasta el cansancio:
—¿Por qué el final en Suiza, María?
—Bueno, yo tampoco sabía que sería el final. Salimos de viaje porque Borges tenía una gira por Italia. El ya sabía que estaba enfermo pero quería ir. El médico lo autorizó pues el cáncer, en una persona de edad, es menos agresivo. Una vez en Italia, me dijo que quería volver a Suiza. Me pareció muy normal sabiendo cuánto quería a ese país y entendí que deseaba despedirse de Suiza pero, una vez que estuvimos allí, me dijo que no volveríamos a la Argentina. Muchas veces traté de convencerlo, e incluso pensé que era porque tenía miedo de sentirse mal durante el viaje. A través de amigos supe que era posible trasladarlo en avión sanitario y que no debía tener ningún temor. Conversé esto con el médico y quise que Borges decidiera. No por miedo, porque eso es terrible, sino que decidiera en libertad. Ahí me di cuenta de cómo lo había afectado todo el escándalo periodístico que, muchos años atrás, se había armado alrededor de la muerte del doctor Balbín, a quien fotografiaron en terapia intensiva. Borges me dijo que no quería que su agonía fuera transformada en un espectáculo y su último suspiro vendido luego en un casete. Que quería morir conmigo, la persona que él quería, a su lado. También me dijo que quería morir normalmente, en su casa, como sus antepasados. Pero todo esto no quiere decir que no quisiera mucho a Buenos Aires. Son decisiones que la vida va armando.
—Es bueno hablar de esto, María, porque en algún momento se dijo que la amistad de Borges con Bioy había quedado rota porque, de alguna manera, a vos no te gustaban los amigos de antes.
—No, no. Yo no quise alejarlo de nadie. Creo, en cambio, que cada una de esas personas quiso alejarse de Borges. Por otra parte, ¿cómo decirlo?, ¿acaso los matrimonios de años y con hijos (el lazo más fuerte que existe) no se rompen? Es la vida la que los rompe. O las actitudes de uno o de otro. ¿Por qué entonces acusarme a mí, todo el tiempo, de algo en lo que no tuve nada que ver? Cada una de esas personas se comportó con Borges de un modo que hizo que él se diera cuenta y sintiera que ellos no correspondían su afecto.
—¿También Bioy, que lo quería tanto?
María suspira:
—Pero, sí. También Bioy, que lo quería tanto. Podía tenerle mucho afecto pero era un ser egoísta... muy egoísta. Yo no me había dado cuenta de eso y Borges, un día, me dijo: “Adolfito sólo viene a comer o me invita a comer cuando quiere leer o que yo corrija cosas de él. Pero nunca me invita al campo”. Yo le insistí: “Pero, Borges, a usted no le gusta el campo”, y él me contestó: “Eso no importa. El debe proponérmelo y yo, en todo caso, decir que no”.
Borges era tímido pero, como todas las personas introvertidas, también muy observador de la personalidad y del alma del otro. Borges no quería problemas y dejaba pasar las cosas pero no soy yo... ¿por qué no iba a querer a sus amigos? Yo soy oriental y no soy una persona celosa. Es algo que la gente no puede entender.   
—¿Por qué, no son celosos los orientales?
—Porque uno profesa otra filosofía: lo que tiene que quedar con uno queda. Es inútil luchar contra eso. Lo que no, se va. Me enseñaron así de niña y fui educada de ese modo. Los celos son solamente amor propio, no amor al otro.
—A vos, personalmente, ¿qué es lo que más te gusta de la obra de Borges?
—La poesía. Para mí, él es un poeta extraordinario y, aunque sus cuentos son textos en prosa, diría que también son una prosa poética. Cuando no creaba, Borges era muy divertido, lleno de vida, con una enorme curiosidad por todo. Tengo maravillosos recuerdos de la complicidad que nos unía, más allá de los momentos muy importantes en los que me dictaba su obra.
—¿Qué comentaba Borges cuando viajaron en globo?
—Estaba feliz. No había dormido la noche anterior imaginándolo y esperando que la barquilla no fuera de plástico. Por suerte era de mimbre, así es que quedó contentísimo.
—¿Y cuáles eran sus libros preferidos?
—Te diría que, más bien, obras de filosofía, de religión. Releer a Virgilio, a Dante, a Shakespeare. Te diría que también a Conrad.
—Hablaba mucho de Conrad, es verdad. Por eso, bueno, me da pena lo que dijiste de Bioy. Porque Bioy también hablaba siempre de Conrad. Qué lástima...
—Yo supongo que así es la vida, ¿no? No creo que hayan terminado distanciados. A veces uno es amigo para siempre y a veces no.
—¿Y la relación con Fanny Uveda, su ama de llaves, de la cual tanto se ha hablado y escrito?
—Pero, Magdalena, ¡por favor!
María parece francamente enojada...
—Fanny era una acosadora. Como toda señora que queda viviendo con un señor mayor, pensaba... no sé cuáles serían las historias de ella. No quiero hablar de ese tema, no tiene mucho sentido. Ha sido llevado y traído tantas veces. Como mujer, vos podés comprenderme a mí mejor que un periodista hombre. Tenés que darte cuenta del dolor que yo tengo adentro porque vos has vivido en Argentina y sabés perfectamente lo que ha sido mi vida tan traída, llevada e inventada por la prensa. No quiero hablar de todo eso porque para mí es escoria.
—Bueno, los comentarios de Fanny sobre vos que yo he leído no me parecen insultantes...
—Vemos cosas distintas. Una señora, por ejemplo, que se negaba a cocinarle, por lo que teníamos que comer todas las noches afuera. Una señora que, según ella misma cuenta, le hizo perder un viaje a París porque no quiso llevarle el pasaporte hasta Ezeiza. Si a vos tu mucama te hace eso, vos la despedís. ¿O no?
María ha perdido su calma oriental.
—En realidad, nunca me he visto, por suerte, en la obligación de despedir a nadie. Pero no quiero molestarte y quiero, en cambio, que me cuentes también qué música prefería Borges.
—Era muy ecléctico. Le gustaban Brahms, la milonga, los tangos de la guardia vieja, los negrospirituals. También, mucho, Los Beatles, los Rolling Stones y –aquí María vuelve a la placidez y se ríe–: ...y Pink Floyd. ¿Sabés por qué? Borges decía que le daba mucha fuerza.