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Apuntes en viaje

Micros

Lo que lleva a la siguiente conclusión de Uhart: “A lo mejor la conducta que se debe observar en los micros en movimiento es muy distinta a la del mundo del reposo”.

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Micro | Marta Toledo

El micro se desliza suave por la Ruta 9, a la mañana, desde Buenos Aires hacia Rosario. El clima en los colectivos es distinto de mañana que de noche. A la noche la oscuridad se vuelve azul por esas líneas de foquitos en el borde del portaequipajes, imposibles de apagar, y apenas se interrumpe por los faros de los camiones o de otro micro, por los ronquidos de algunos pasajeros, casi siempre hombres, y por el reguetón que sale susurrado de los auriculares de algún otro. En cambio, a la mañana los pasajeros parece que no pueden estar callados o quietos en sus asientos. El que va solo habla a los gritos por audios de watsap o escucha música sin auriculares. Los que van de a dos o en alegre montón hablan y despliegan un picnic de mate y ruido de los paquetitos mínimos de galletitas que obsequia la empresa. Del pasaje matutino, a las únicas que les disculpo que no me dejen dormir es a las maestras y las profesoras que van a dar clases a los pueblos ubicados entre una urbe y otra. Mi mamá también fue maestra rural, hizo durante diez años 150 kilómetros diarios para ir a trabajar. Casi siempre a dedo, porque el colectivo no era un lujo que pudiera permitirse el magro sueldo, todavía más miserable en los miserables años noventa.

Las escucho parlotear, siempre suenan alegres, ojalá con sus alumnos sean tan divertidas, pienso. Se pasan el mate de un asiento al otro, se pintan las uñas, la otra vuelta una se iba depilando las cejas. En un momento irrumpió el acompañante del chofer. No estaba mirando la escena pero me imagino a la que se estaba depilando, escondiendo rápido el espejito y la pinza con coquetería. El venía a preguntar justamente si alguna no tendría una pincita porque tenía que desatornillar no sé qué cosa. Le prestaron la minúscula herramienta y cuando el hombre bajó a la cabina, explotaron de risa como si ellas fueran las alumnas descubiertas en alguna travesura. Cuando volvió el tipo les dio un poco de charla, ellas le siguieron la corriente, volvieron a reírse, le convidaron un mate. Siempre se da algo entre las maestras y los choferes de micro, lo he visto muchas veces. Supongo que es solo porque se ven a diario y se reconocen, pero a alguien como yo, que solo abordo el colectivo circunstancialmente, le llama la atención.

Me acuerdo de esa crónica tan graciosa de Hebe Uhart, Un viaje desusado: los chicos de séptimo grado viajan a Córdoba con un grupo de adultos: maestras, psicóloga, madres. Roxana, la psicóloga, es joven y linda y apenas empieza el viaje se instala en un banquito cerca de los choferes del micro para cebarles mates y conducir los cantitos de los estudiantes. Una de las madres desaprueba esta conducta y Roxana, bastante ofendida, se queja con la narradora: “¿Te parece que me excedo? Si me excedo parame”. Lo que lleva a la siguiente conclusión de Uhart: “A lo mejor la conducta que se debe observar en los micros en movimiento es muy distinta a la del mundo del reposo”. Y así debe ser. No solo docentes; sin ir más lejos, mis tías cuando yo era chica e íbamos en colectivo al campo hacían lo mismo, me dejaban clavada en un asiento con los bolsos y se iban a cebarle mate al chofer. Desde atrás de los bártulos las escuchaba reírse como animalitas en celo. Y en mis años de estudiante, en los trayectos de Paraná a mi pueblo y viceversa, lo mismo. Como si el movimiento de los micros, el aire enrarecido adentro de esas ventanillas fijas, el vaivén de la ruta y la yerba del mate pusieran a funcionar una burundanga de la risa y la zoncera.

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