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Milonga del suspendido

Q había respondido que “capo”, término barrabrava si los hay, era una palabra “kirchnerista y mussoliniana”

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Q se despertó una mañana y descubrió que estaba suspendido en Twitter, lo que lo hizo sentir como un horrible insecto, indigno de vivir en una comunidad civilizada como la de los usuarios de esa red social. Así ingresó también en otras ficciones kafkianas: desde el inaccesible Castillo se le hacía saber que se le vedaba el acceso porque había incumplido las Reglas de Twitter, es decir, la Ley. Como su colega Joseph K, Q pensó que no había hecho nada malo. Pero tuvo suerte porque le informaron las causas del castigo: “Incumplir las reglas que prohíben los comportamientos de incitación al odio”. Dirigiéndose a él en una ofensiva segunda persona, lo amonestaban así: “No puedes amenazar, acosar o fomentar la violencia contra otras personas por motivo de su raza, origen étnico, nacionalidad, orientación sexual, género, identidad de género, religión, edad, discapacidad o enfermedad”. Q, lo conozco, es un ser pacífico, no hace nada de todo esto ni dentro ni fuera de Twitter.

La Empresa le exigía a Q que borrara dos tuits para que, a partir de ese momento, empezara a correr la suspensión por siete días exactos, paso previo a la suspensión definitiva si seguían sus “incumplimientos reiterados”. Uno de los tuits iba dirigido a un usuario que festejaba con sorna (como suele hacer) el alza del riesgo país. Q se había irritado y su respuesta fue: “Qué querés que hagan, sorete”. Es cierto que Q no tiene una alta opinión de ese usuario y que el insulto estuvo de más, pero Twitter no prohíbe insultar (¿qué sería de un conocido economista autodenominado liberal, cuyas respuestas son siempre una colección de palabras soeces?). Por otra parte, Q recibe diariamente su dosis de improperios por parte de un grupo de usuarios que coordinadamente lo acosan, lo tratan de “viejo de mierda”, le desean que se muera de cáncer y lo amenazan con lo que le va a ocurrir cuando el kirchnerismo vuelva al poder.

La inconveniencia del otro tuit era todavía más inexplicable. Ante un comentario sarcástico en el que se dirigían a él como “capo”, Q había respondido que “capo”, término barrabrava si los hay, era una palabra “kirchnerista y mussoliniana”. Q no había amenazado a nadie ni acosado, ni incitado a la violencia o al odio contra determinado grupo. Pero el encargado de interpretar la Ley había resuelto en su contra y sus días en Twitter estaban contados. Porque, más allá de que se proponga moderar su lenguaje y dejar de atribuirles costumbres totalitarias a sus interlocutores, podía incurrir en una nueva infracción sin saberlo. Es así como opera el poder discrecional, anónimo y arbitrario de una dictadura: todos estamos sujetos a denuncias y somos objetos de la supervisión del Gran Ojo, que decide nuestro destino. Cuando se nos castiga, la reacción de los demás es el clásico “algo habrá hecho”. Pero hay algo peor: en un principio, Q supuso que la suspensión era el resultado de que algunos de sus enemigos se habían puesto de acuerdo para denunciarlo o que alguien con responsabilidad en la misteriosa organización no simpatizaba con sus ideas. Sin embargo, es posible que haya sido castigado por un algoritmo basado en la inteligencia artificial. Ahora ni siquiera hacen falta burócratas para ejecutar los designios estalinistas. Basta con un delator y una máquina.

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