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Misterios de lo femenino

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En su momento, llamémosla R.,  había sido importante para mí. Era a la vez una mujer seductora y sabia, tenía un aire de distinción y una elegancia que me quitaban el aliento, y era además una magnífica narradora oral, que tejía su experiencia como una trama que permitía el pasaje entre los mundos. Sabía, o fingía saber, de arte, de política y de amor.  La relación duró lo que duró, pero la amistad se mantuvo y cuando me senté a escribir uno de mis primeros libros la tomé como modelo “espiritual”, y al concluirlo la elegí como primera lectora. Claro que, por prudencia, le entregué el original tipeado a máquina sin hacerle el menor comentario. Quería ver si se descubría en esas páginas, si se reconocía en el espejo de palabras y gozaba de la revelación. El libro, creía yo, era a la vez un testimonio y un homenaje.

Lo leyó, le gustó, me hizo la devolución más adecuada, literariamente hablando. Luego, cuando calló, y como no había mencionado el asunto que más me importaba, le pregunté: “¿Y? ¿Te reconociste?”. Ella me miró: “¿En qué? ¿En quién?”. “¡En la protagonista! ¡Está inspirada en vos!”, le dije. Ella rió: “¿Y yo qué tengo que ver con esa mujer seca y amarga?”.

Nunca pude saber si el error estuvo en mi poca experiencia de narrador o en la elección de una modelo demasiado compleja y rica como para dar cuenta de ella. En todo caso, en el arte de la novela los espejos solo tramitan sueños y no realidades y nadie puede arrogarse los derechos de la representación.

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