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Monarquía socialista

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Si bien mi trabajo me ha traído a Suecia ya varias veces, la lengua de los suecos he preferido dejarla en el espacio paradisíaco del limbo, para que la vida sea un misterio escogido. En caso de urgencia siempre está el inglés. Leo del atentado en Boston en el Sydsvenskan, y más allá de deducir palabras como “bombdådet” o “3 döda” (la comprensión de toda lengua radica en que el otro ya sepa lo que se le va a decir) los datos secundarios se me escapan.
Da igual. Lo mismo pasa con las lenguas conocidas: el New York Times habla de dos muertos y un responsable no identificado, mientras que el New York Post cuenta 12 y ya tiene atrapado al atacante, un árabe saudita. Desde la paz primaveral de Suecia, el destrozo imaginable en Boston es tal que los cuerpos no se llegan a armar para el conteo. Pero también en La Plata la cifra es un misterio bien guardado por el agua.

Paseo a mi bebé, feliz, por el bosque, alimentamos a los patos mandarines y bebo en tazones de diseño néctares de frutos inciertos comprados en el Coto de acá, todos ellos impronunciables y deliciosos. Son días de ilusión en un edén de leyes propias. No olvidemos que aquí la ley perdonó a los ladrones de El Grito, de Edward Munch, porque sus captores de la policía británica habían entrado a Noruega “no declarando toda la verdad”: eran espías policiales. La culpa de vivir en Escandinavia no proviene de Escandinavia misma sino del mundo horrendo, persistente, allende sus fronteras. Repaso mi vida: ¿por qué no vivo en calma y más rodeado de néctares? Sin saber si el problema es privado, político o familiar, hago las valijas de la vuelta. Suecia seguirá, incomprensible, cuando cierre los ojos en medio del bullicio. Cuando sea grande quiero ser joven y vivir en Suecia.

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