Hay varios modos de negar la política. Se lo puede hacer incluso con una postura militante y un
fuerte compromiso social. La preocupación hacia la vida colectiva cuando no se inscribe en el marco
de su realización política no supera el deseo moral. Martínez Estrada hablaba de la vocación
nacional hacia la “moralina”, esa aparente agitación declamatoria que nunca deja de
descansar en el remanso del ideal.
Distingo tres modos de articular este discurso de la inutilidad. Uno es el de meter el dedo
en la llaga para mostrar cuánto duele. Para hacerla sangrar se usa a los niños, a la inocencia
inmaculada. Señalar cuántos niños mueren de hambre por hora en el país no es una cuestión
estadística. Desnuda la crueldad en todo su sadismo. No hay gobierno que pueda sentirse exitoso
mientras haya un niño que muere por inanición en su territorio. No hay argumentación posible que
compense esta realidad que derrumba todos los edificios. El hambre de un niño es un sacudón
sísmico.
Lo mismo sucede con las guerras, la foto de un niño muerto nos deja sin palabras. El problema
es que para que ese infierno no sea otra foto más, una gigantomaquia del dolor y de la injusticia,
se necesitarán palabras, es decir, pensamientos que guíen nuevos hechos.
Mediante la construcción de este monumento retórico a la víctima se habla en nuestro país de
la pobreza y de la concentración económica en manos de corporaciones extranjeras. Es el camino más
corto para llegar al estómago del que lo puede llenar, y golpear en el alma patriótica ávida de
revancha.
Para localizar este estilo que supera fronteras partidarias, hay que acceder a la zona en la
que el sufrimiento y el despojo se erigen en un emblema, me refiero a los doctrinarios de la
izquierda nacional.
La construcción de una política que haga confluir un mercado dinámico, una estrategia que
atraiga a inversores de capital y tecnología, una educación que capacite recursos humanos, en
asociación con un Estado eficiente y controlado, es una tarea que postergan para otro momento.
Primero la negación y el dolor, luego habrá tiempo para la afirmación y la salud.
Otro discurso de la inutilidad que niega la política proviene de la tradición filosófica y es
de corte nietzscheano con una insistente remisión a Michel Foucault. Si bien es cierto que los
textos de Giorgio Agamben o Roberto Espósito no son decisivos ni de conocimiento ampliado,
encuentran en los centros culturales una buena acogida.
Mediante la noción de biopolítica se diagrama un mundo en el que los poderes centrales
administran la vida de las poblaciones. En la actualidad, aducen, hay un sobrante poblacional que
se dejará extinguir o se lo hará morir mediante las masacres civiles en las guerras, las epidemias
inducidas, los experimentos genéticos y el hambre programado.
Sostienen que el mundo de hoy es un campo de concentración cuyo paradigma es Auschwitz. Por
eso estos pensadores remiten sus reflexiones a una situación histórica en particular: el nazismo, y
su período de referencia es la entreguerra que va del 20 al 40 del siglo pasado.
Así como vivimos en un campo de concentración globalizado y disimulado por la obscenidad de
nuestra sociedad de consumo y por la “vida líquida” (de acuerdo a Zygmunt Baumann, otro
pensador que aborrece el presente), también la sociedad democrática occidental es, para ellos, un
disfraz que oculta una dictadura que por no ser explícita no deja de ser real. Detrás de los
parlamentos y de la supuesta prensa libre, existe un Yo el Supremo que muestra su cara en los
Estados de Excepción, figura jurídica que, para Agamben, no sólo hace saltar todas las garantías en
momentos de peligro institucional, sino que constituye la verdad de todo el aparato
republicano.
La entreguerra fue el auge de los fascismos y del stalinismo (poco mencionado por estos
filósofos) y les da tela histórica para confeccionar este modelo patológico ya no de la sociedad
sino de la vida.
Patológico de acuerdo a las palabras del maltrecho Nietzsche, para quien el resentimiento, la
mala conciencia y la astucia con ropaje de víctima son los síntomas de la enfermedad moral.
Nada dicen estos filósofos acerca de lo que sucedió en su hábitat occidental desde 1945 hasta
hoy, en que en medio de graves crisis –como las de las Brigadas Rojas– su propio
sistema no necesitó del Estado de Excepción ni de ninguna primavera de un patriarca para cuidar el
orden del poder. Esa pax americana de la posguerra no les sirve.
La tercera expresión de este breve listado de preocupaciones inútiles de grave solemnidad es
el de los ámbitos en que es acogido el discurso internacional de lo que se llama “desarrollo
humano”. Expresión típica de simposios y de encuentros organizados por fundaciones y ONGs,
que configuran un modelo de dignificación de la pobreza mediante políticas de inclusión social.
Parten de la nueva realidad que ya no divide, según sus teóricos, el mundo entre ricos y
pobres, no porque no los haya, sino porque la partición fundamental es entre excluidos y los que
son parte del sistema. Incluir a las poblaciones marginalizadas exige elaborar políticas públicas
en salud, educación y vivienda, que, en un mundo en el que la riqueza se distribuye
inequitativamente, permite a los pobres de todos modos tener acceso a los bienes terrenales y
darles una oportunidad de ascender socialmente e integrarse al mundo civilizado.
La noción holística de “calidad de vida” tiene la flexibilidad de adaptarse a
todo tipo de situaciones, y en este caso sirve para señalar que en un mundo desigual y cruel, el
Estado puede equilibrar las disimetrías mediante una red de servicios destinados a los que menos
“tienen” que les permitirán no “ser” menos.
Así como en las presentaciones anteriores el mundo estaba habitado por verdugos y malos, en
este mundo del desarrollo humano no hay malos, da la sensación de que todos pueden ser buenos.
Si de las formas derivadas de un cierto marxismo, la historia es la historia de lucha de
clases hacia la emancipación del género humano en una sociedad de iguales y fraternos, en la
versión del desarrollo humano plasmado en lenguaje internacional, la base filosófica es liberal.
El liberalismo social del siglo XIX es el que se preocupa por las políticas de higiene,
construye ciudades obreras y crea las primeras mutuales solidarias entre trabajadores. Lucha así
contra los efectos indeseados de la industrialización que produce hacinamiento habitacional,
alcoholismo y prostitución, y mediante políticas originadas en la sociedad civil, pretende crear un
sistema posible sin miseria y un orden capitalista pujante con progreso social.
Hoy en nuestro mundo de seres sobrantes, incluirlos, darles una vida digna, es posible para
los expertos en desarrollo humano, aun en la pobreza. Contrasta esta visión armónica con la
anterior, la del despojo y la crueldad.
Entre ambas, la política espera su turno.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).