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Narcisismo prohibido

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Cuando era chico a veces me llenaba de ronchas porque se me había pegado una pulga. Recuerdo que mi papá me hacía bajar los pantalones y examinaba el calzoncillo blanco hasta que la encontraba: un minúsculo punto negro sobre una tela blanca. Con sus uñas mi viejo la aplastaba.

Me acuerdo de un verso de Ricardo Zelarayán, de su hermoso poema La gran salina, que atraviesa como un río el libro que publicó en el 72, por la editorial Corregidor, La obsesión del espacio. Decía ahí el gran compositor entrerriano, y salteño-tucumano por vocación: “A la palabra misterio hay que aplastarla como se aplasta una pulga”.

Pienso esto porque a mí, a veces, la desesperación, cuando llega, me puede aplastar de la misma manera como lo hacían las uñas de mi viejo con una pulga.

Toda una vida de confort, sin graves problemas, puede debilitarte para cuando lleguen los momentos álgidos. ¿Y cuándo llegan? Como decía Carl Jung, en esa definición fantástica y productiva, “El destino es todo lo que yo no sé de mí”.

Para combatir esto hay que ir a entrenar los músculos en el gimnasio de la impermanencia. Es un gimnasio que está abierto día y noche –de hecho, por la noche, funciona mejor–.

Jonas Mekas, mientras comía una papa por día y un pedacito de carne que calentaba en una cuchara, y se desplazaba de un lugar a otro en la guerra, estuvo en el gimnasio, se fortaleció.
La niña que escapó al bombardeo de napalm de los yanquis en su aldea de Vietnam y hoy ya madura da charlas por el mundo perdonando a quienes le convirtieron la vida en un infierno, también estuvo en el gimnasio de la impermanencia.

No es un lugar para admirar el cuerpo, no hay espejos donde mirarse: el narcisismo está prohibido.
En el gimnasio de la impermanencia reina el silencio, el control y la vocación de servicio.