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Narcos bárbaros

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Las escenas se reproducen. Barras o bandas de dealers que matan y mueren en defensa de sus negocios. El escenario privilegiado donde esas escenas se reproducen es la propaladora de las pasiones de los expulsados: la televisión. Las clases medias y altas van virando de la pantalla al iPad o cualquier artilugio más o menos táctil y a las series de calidad que ya se ven en la computadora. En cambio, los que luchan más para sobrevivir que para preservar su modo de vida se encuentran con el panorama de un goce que no se alcanza ni con el trabajo ni con el robo cuentapropista. Esas mujeres (aunque sean cotorras vocingleras), esas joyas y esos coches y esos vinos y ese mundo de viajes y tarjetas de crédito y esos paraísos turísticos y fiscales. El narcotráfico se difunde como negocio porque su producto se presenta, para el consumidor, como el acceso inmediato a lo negado, no como sustitución sino como exceso, y para el vendedor como la vía regia para la obtención de aquellas cosas prohibidas por historia de vida y por pertenencia de clase. Desde luego, el narcotraficante tal como sale retratado en las páginas de policiales –el rey del mundo y el demonio necesario de la semana– no es más que una nueva figura de esa movilidad social que en otras épocas el peronismo agitó como su emblema y que ahora se propone como un mito heroico y desesperado, pero que no llega a lavar su origen porque no ha tenido el tiempo ni produjo la suficiente acumulación cultural (es cosa de un par de generaciones). El narco es un cuentapropista y un aventurero que sueña con ser un empresario, pero el gran capital no se lo permitirá, porque es funcional a su reproducción pero es materia de descarte. Entretanto, cava pozos, tiene fiestas y se esconde en el barro y escapa como una rata y se reproduce en villas y countries. El goce del consumo y su oferta es capitalismo puro, en su exhibición más crasa: superproducción, ilegalidad, crisis y derrumbe.