COLUMNISTAS
DE MENEM A TRUMP

No convencionales

Paralelismos de la política argentina con la carrera presidencial de EE.UU. Efecto mundial.

Donald Trump le pidió a Barack Obama su renuncia, tras el discurso que dio por la masacre de Orlando.
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"¿Cómo hizo Carlos Menem para reinventarse luego de ganar la elección de 1989?”, preguntó un experimentado estratega republicano que todavía no se resignaba a creer que Donald Trump acababa de ser confirmado por la convención partidaria en la coqueta Cleveland, a orillas del lago Erie. Hasta último momento hubo especulaciones en el sentido de que el establishment partidario impediría que Trump encabezara la fórmula presidencial mediante un golpe interno.

Pero eso hubiese implicado un escándalo de extraordinarias proporciones y consecuencias imprevisibles, incluyendo la potencial desaparición del GOP como partido nacional. El mal menor consistía en respetar el resultado de las primarias y tratar de conseguir el mejor resultado posible en las presidenciales, sobre todo para mantener el control del Congreso: en la Cámara de Representantes la mayoría republicana no parece estar en juego, pero la ventaja en el Senado es de apenas cuatro escaños.

Un conflicto y la potencial división partidaria hubiese implicado un desastre electoral el 8 de noviembre, comprometiendo entonces no sólo la influencia republicana sino la de los poderosos lobbies que financian el partido, como el NRA, la National Riffle Association, por muchísimo tiempo.

¿Eso implica que Trump puede, en efecto, ser el próximo presidente de EE.UU.? A mi interlocutor se le dibujó una leve sonrisa y lanzó: “Nos llevan una ventaja, pero no es imposible. Vamos a pelear. Peor es perder”. Escenas de peronismo explícito, globalizado. Le expliqué entonces que lo de Menem era incomparable por el desastre económico de la híper y las características del personaje: había también hecho una campaña de corte populista, pero era un líder pragmático, con vasta experiencia política y un carisma curioso y esencial para acumular poder. “Me interesa la dinámica de construcción de un liderazgo presidencial que sorprenda, rompa barreras, construya un modelo de poder que supere las divisiones que generó su nominación y que se profundizarán si gana”, me explicó con su anotador listo para rescatar alguna idea. A la vieja usanza.

Las divisiones dentro del GOP, sin precedentes en la historia moderna del partido de Lincoln, son mínimas respecto del océano que divide a los republicanos de los demócratas, que también enfrentan clivajes internos, como puso de manifiesto la convención de Filadelfia. Es cierto que Hillary resaltó el papel de las ideas, la militancia y el liderazgo de Bernie Sanders. Este senador de Vermont  autodenominado socialista expresa a su manera el mismo conflicto que explica la irrupción del fenómeno Trump: el profundo malestar de la vieja clase media que siente que el sueño americano se diluye como consecuencia de la globalización. Se trata de un fenómeno que excede las fronteras de este vasto y diverso país: el Brexit o Marine Le Pen son a Trump lo que James Corbyn o Podemos son a Sanders. Pero en el contexto norteamericano no deja de sorprender que ambos partidos hayan sepultado tal vez para siempre la utopía del TPP (el Tratado Trans Pacífico), la estrategia con la que EE.UU., Japón, Canadá y otros países orientados al comercio a través de ese océano pensaban enfrentar a (y competir con) China. Sonríe entonces Beijing con esta primavera proteccionista. Hillary sorprendió en otro aspecto controversial: los demócratas se han convertido en el partido de la seguridad nacional.

Poco queda del tradicional pacifismo de la generación de Vietnam, de aquellas revueltas sesentistas en los campus universitarios, del clima de Woodstock que pareció replicar en las recientes protestas contra la violencia racial por parte de las fuerzas policiales.  A pesar de que Obama cumplió en limitar el involucramiento militar en conflictos como los de Afganistán e Irak, y de los traspiés en Siria y Libia, el apoyo a las fuerzas armadas y la recomposición de la comunidad de inteligencia han sido dos prioridades claras de esta administración. Hillary se propone rechazar la definición de Trump de que es necesario hacer a EE.UU. otra vez una gran nación basada en la idea de que la superioridad militar actual sigue siendo extraordinaria y sin precedentes. Otra pregunta es si sirve para luchar contra EI. De todas formas, los demócratas buscan el apoyo de la “familia militar”, donde predominan los descendientes de inmigrantes que siguen viendo a las FF.AA. como un mecanismo de ascenso social e integración cultural.

Pero más allá de las divisiones internas y de sus respectivos posicionamientos en torno a los principales issues de la campaña, en particular en los “swing states”, los estados donde la contienda se presenta más pareja y que definirán la elección (en particular: Ohio, Pennsylvania, Wisconsin, Carolina del Norte, Arizona, Colorado, Nevada y Iowa), la tradicional pugna entre lo viejo y lo nuevo también define la pelea entre Hillary y Trump. Los demócratas vienen gobernando desde 2008; Hillary fue funcionaria de Obama, su marido fue presidente y contó con el apoyo del partido. Trump es curiosamente un millonario que se posicionó como el candidato antiestablishment, derrotando al aparato del GOP y amenazando con romper la parálisis del sistema político con un liderazgo personalista e innovador. No explica nunca cómo, pero dice saber  resolver los problemas de la gente, con una desfachatez y una simpleza que traen una singular frescura a una sociedad donde las elites parecen haber perdido contacto con la realidad cotidiana del americano promedio.

Otra dimensión de este clivaje entre lo viejo y lo nuevo remite a la cuestión comunicacional. Trump usa Twitter y otras redes sociales, pero es el fruto y la expresión de los viejos medios, en especial la televisión. Toda su campaña fue un reality show. Y él mismo protagoniza a diario varias “conferencias de prensa” donde monologa, a lo Cristina, sobre distintos aspectos de la realidad, seleccionando los temas y los protagonistas de disputas permanentes en las que siempre se presenta como ganador. Por el contrario, la campaña de Hillary perfeccionará los mecanismos más sofisticados de big data que ya había usado Obama para microsegmentar a su electorado. Potenciará de ese modo el accionar de los voluntarios que serán clave para movilizar no sólo a las minorías étnicas sino para convencer a los independientes y a los indecisos. Lo que hizo Cambiemos el año pasado pero con una escala y un profesionalismo muchísimo mayores.