COLUMNISTAS

No todo es carnaval

Estamos ya en febrero, un mes extraño, mero intervalo temporal entre un año y otro. El vacío estival comienza a llenarse lentamente de las complicaciones laborales del otoño y el invierno.

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Estamos ya en febrero, un mes extraño, mero intervalo temporal entre un año y otro. El vacío estival comienza a llenarse lentamente de las complicaciones laborales del otoño y el invierno: en mi bandeja de correo ya se acumulan demandas de tal o cual cosa que más tarde o más temprano tendré que responder, y las urgencias de un año electoral seguramente nos obligarán a ejercicios menos elegantes de imaginación que las etimologías a las que me entregué durante el mes de enero, para descansar de los senderos que atraviesan el grave jardín de la política local o el todavía más sombrío de la irremediable marcha del capitalismo hacia su ruina.
Febrero es el mes del “todavía no”, pero también del “ya no más”, apenas un umbral, un vórtice de decisiones postergadas. No por azar, febrero es el mes del carnaval, del carnevale (del bajo latín carne levamen), que tanto puede querer decir adiós (vale) a la carne o que todavía podemos, antes de la cuaresma, disfrutar de ella.
En la época previa a la reforma del calendario que promovió Julio César, el año romano tenía diez meses de 36 días, contados a partir de marzo (por Marte). Aquel ordenamiento arcaico explica los nombres de los meses de septiembre (el séptimo), octubre (el octavo), noviembre (el noveno) y diciembre (el décimo). Julio César hizo que los meses fueran doce y tuvieran 30 o 31 días según fueran pares o impares.
Febrero viene de februarium, el mes de las purificaciones y de las fiestas Lupercales (febrare es purificar), destinadas a aplacar las sombras de los muertos y a propiciar la benevolencia de los habitantes del Infierno (parece que nuestro carnaval, que al principio coincidía con las Saturnales, terminó superponiéndose con las Bacanales y las Lupercales). Esas celebraciones también se conocían como fiestas de la februa, nombre de las tiras de cuero de macho cabrío (el aker de los akelarres celtas) con las que los celebrantes azotaban sobre todo a las mujeres (con la idea peregrina de que tal tratamiento facilitaría el parto). El novísimo mes del calendario juliano tenía 29 días (y 30 los años bisiestos).
En honor del general romano, el partido cesariano propuso que, a partir de la reforma, el mes quinto (según la denominación republicana) se llamara Julio. Su sucesor, el fascistoide Octavio, no vio con buenos ojos que se homenajeara su título (augustus, emperador) con un mes (el sexto, según el antiguo ordenamiento) de menos días que el que honraba a su predecesor asesinado. Octavio Augusto robó de febrero una jornada y se lo agregó a agosto y, para evitar la monotonía de tantos meses seguidos de más de treinta días, modificó la alternancia de los meses sucesivos. El día que nos falta de febrero y el que le sobra a agosto son productos de la vanidad y el abuso de la fuerza imperial.
En estos días pasados, hemos visto crecer la materia de futuras elucubraciones: Tartagal fue arrasada por un alud de barro, asumió el presidente del Apocalipsis (con un discurso no muy diferente del de su predecesor), circuló una foto fraguada de Fidel Castro, se conmemora un aniversario de la muerte de Cortázar, una mancha en el río Uruguay resultó ser una formación bacteriana y no contaminación ambiental, personas de letras renunciaron a la SEA (Sociedad de Escritores de Argentina) en solidaridad con el Estado de Israel, empezó la quinta temporada de Lost, y la sequía terminó.
A propósito de lo último, la semana pasada Martín Kohan desarrolló una metáfora libresca. Quién sabe. Tal vez todavía nos toque “pasar más hambre que meretriz en cuaresma”.