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Nostalgia del viajero

Hasta 2015, fecha de mi primer teléfono inteligente –he aquí el acta de defunción del espíritu aventurero–, seguí viajando sin sucumbir del todo a las tentaciones virtuales.

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Nostalgia del viajero. | toledo

Todavía en 1998, en las postrimerías del siglo XX, se viajaba con cámara a rollo, sin celular, sin internet. Existía el correo electrónico, pero casi nadie lo tenía incorporado a su rutina. Para conocer la verdad de un viaje, amigos y familia tenían que esperar el regreso del viajero. Cada tanto el viajero, cuando conseguía alguna tarjeta prepaga, llamaba por teléfono para saludar y decir atorado y feliz que todo era maravilloso y cortaba porque los llamados larga distancia costaban un ojo de la cara. Tal vez pasaba semanas sin llamar de nuevo, pero mientras tanto, confiando en la presencia indeleble de un testimonio tardío y desincronizado, mandaba postales como señales de vida. Cuando revisé las pertenencias de mi padre tras su muerte encontré una caja con todas las postales de aquel largo viaje que yo había hecho en el año 1998. Las revisé una por una y descubrí que formaban una suerte de diario de viaje involuntario y que de haber hecho el mismo viaje ahora seguro no habría podido evitar aplanar mis impresiones en la pantalla de un teléfono con WhatsApp. La luz de las postales y el color del papel eran de otro siglo. Desde Lisboa, ciudad sobre la que nunca escribí acá, le mandé cuatro postales en una semana para describir mi fascinación.

Hoy, con la hiperconectividad, el viaje no termina de suceder del todo en el presente –y por ende en la memoria–, y por momentos se transforma en un flujo de experiencias vertiginosas que se viven, no como aventura, sino como una transmisión en tiempo real de fragmentos sin contenido. Con los años, cada vez que viajo a otro país siento que no me moví tanto de mí mismo. La experiencia de viaje del siglo XX, vinculada al exotismo y la épica del anonimato, no es tan fácil de alcanzar, salvo en la naturaleza profunda. Uno viaja hoy y, en vez de ser otro, siempre es el mismo dando testimonio de su inercia cultural.

A veces pienso que fui dichoso al haber podido viajar de esa manera, caligráfica y esquizofrénica, y desafortunado al haber perdido ese modo con el tiempo. Ya en el 99, viajando por México y Centroamérica, en momentos de tedio y soledad me ganaba la tentación de chequear el correo cada tres o cuatro días. El envío de postales era cada vez más esporádico. Escribía cartas por e-mail que llegaban a destino al instante. En 2003, en otro viaje largo, ahora  en Asia, ya chequeaba el correo una vez al día en locutorios con internet, que por entonces proliferaban; el e-mail, además de volverse un divertimento, se había transformado en un modo de agilizar mi vida laboral. Ya casi no mandaba postales. Hasta 2015, fecha de mi primer teléfono inteligente –he aquí el acta de defunción del espíritu aventurero–, seguí viajando sin sucumbir del todo a las tentaciones virtuales. Los viajes posteriores de alguna manera, si sucedieron, fueron irreales. ¿Dónde estuve? Sólo mi teléfono puede responder.

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Quizás sólo esto extrañe del siglo XX y de lo que la revolución digital le quitó al mundo: un modo más épico de viajar. Todo lo demás, de alguna manera, no se perdió, y leer en papel, escuchar música en vinilo, por ejemplo, son parte de un tipo de libre albedrío cultural que cada vez gana más espacio en las nuevas y viejas generaciones, cuando todo indicaba que los formatos analógicos perecerían en la hoguera virtual.