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Hay quienes odian y otros que viven del odio ajeno. Son los parásitos del odio. Se escudan en llamarlo solidaridad, un término que ha sido usurpado por los peores ideólogos de nuestro presente.

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Hay quienes odian y otros que viven del odio ajeno. Son los parásitos del odio. Se escudan en llamarlo solidaridad, un término que ha sido usurpado por los peores ideólogos de nuestro presente.
Miles de palestinos odian a los israelíes. Décadas de sufrimiento y humillación explican este sentimiento. La política israelí de las últimas décadas y la que siguen sosteniendo refuerzan este odio.
Pero hay decenas y no miles, que lucran con este sentimiento. Hay quienes se benefician con esta situación. Mantener en vilo el espíritu vengativo de todo un pueblo y no dejar que sea seducido por la adaptación a un statu quo, o por ciertas ventajas que ofrece la paz, exige un permanente estado de alerta, estar listo para combatir, usar la memoria del sufrimiento para no hacer concesiones, dignificar la muerte, enarbolar el símbolo de la patria para entregar la vida, no claudicar y estar preparado para la guerra permanente.
Los que van a la guerra son jóvenes entre diecinueve y veintidós años. Los que los mandan los anteceden en una o dos generaciones. Unos dan órdenes, otros el cuerpo. Los mayores son profesionales, los subordinados deben aprender el uso de las armas.
Hay jóvenes que creen en la misión a la que se les obliga, pero los hay, y muchos, que quieren que esta guerra interminable termine cuanto antes.
Un amigo mío me llamó el otro día de la ciudad de Ashkelon, a kilómetros de Gaza. Hace pocos años que vive en Israel. Una situación personal desafortunada no le dejó otra salida que pedir lo que en su caso bien puede ser llamado un asilo. Porteño hasta la médula, ya no podía trabajar por una enfermedad progresiva y al no tener atención médica adecuada ni dinero, emigró aprovechando su identidad judía para recibir tratamiento, alojamiento y jubilación por invalidez en Israel.
No es sionista ni es antipalestino, es escéptico y trató de amoldarse lo mejor que pudo a su nueva vida. Cada vez que le preguntaba por teléfono qué pasaba en la ciudad y si existía intranquilidad, me respondía que la gente llevaba una vida normal a pesar de escuchar lejanos petardos sin consecuencias.
Me contaba los asados con truco de los fines de semana, los libros que leía de autores latinoamericanos que pedía en una biblioteca, sobre la evolución de sus dolencias, la hermosura de las etíopes, de los supermercadistas rusos. Ahora suenan las sirenas varias veces por día. En el departamento en el que vive solo con su gata fue arrojado al piso por una onda expansiva de una bomba que estalló a menos de cien metros. El refugio más cercano le queda a diez cuadras. Por sus dificultades motrices no llega a tiempo por lo que debió construirse un refugio propio. Lo hizo en su baño ya que tiene un par de paredes de por medio que lo protegen un poco más en caso de ser alcanzado por un proyectil.
Puso un par de almohadones en la bañera. Cuando suena la sirena va al baño. Sin embargo, si está acostado, por el excesivo esfuerzo que debe hacer para levantarse en tiempo limitado, prefiere quedarse en la cama, bien apretado al colchón y esperar.
Mi amigo siempre ha tomado las cosas con humor. A pesar de sus desgracias, comparte cierto sentido tragicómico de toda situación. Es uno de los mejores contadores de chistes que conozco, es una de las cosas que más extraño de él.
Me dice que les tiene miedo a los palestinos de Gaza por su mala puntería y lo primitivo de su arsenal. Apuntan para un lado y puede caer en cualquier otro, muy lejos de la eficiencia de la Hezbollah en la zona norte en la frontera con el Líbano.
Luego cambió de tono y dijo algo que jamás le escuché: “Uno comienza a tener miedo”. Es un temor que desconoce aquel que no está en su casa viendo cómo la del vecino se desmorona con un bombazo. A él ahora le pasa lo que también sucede del otro lado.
También me dijo otra cosa: “Esto es un negocio”. Desconozco de qué negocio se trata, pero desde los norteamericanos a los iraníes, pasando por los europeos, rusos y chinos, nadie se queda con las manos cruzadas contemplando el acontecer, son parte de él, por logística, por intereses económicos, por poder.
He recibido la visita de un sobrino israelí de veintidós años de la rama paterna de mi familia; no lo conocía, vino con su novia dos años menor. Acaba de terminar su servicio militar de tres años y ella, el suyo de dos. Estaban alistados en la fuerza aérea. El es religioso. Creía que me iba a encontrar con un fanático ortodoxo que no les da la mano a mujeres, y piensa que los judíos laicos son peores que los gentiles.
Joven tatuado, simpático, amante de los porros latinoamericanos, visitante del casino del hipódromo de Palermo, y respetuoso de la tradición judía con sus múltiples rituales.
Los dos, él y su novia, pertenecían al grupo que rescataba heridos de combate desde soldados israelíes a refugiados del Sudán. Ella me dijo que el servicio militar le parecía algo muy positivo. Le pregunté por qué. “Porque uno le devuelve algo a su Patria”. Quise saber si esta lealtad y gratitud se correspondía con una actitud crítica al gobierno. Me dijo que la política era independiente del deber de defender a su país.
Mi sobrino tiene a su hermano en el frente de Gaza y ruega que no lancen orden de ataque por tierra (ya comenzó). Está en la infantería y siempre fue arriesgado, hasta temerario. Me dice que no le sorprendería que esta guerra tenga la finalidad de lavar la cara del primer ministro Olmert luego del fracaso de la última batalla del Líbano y las elecciones de febrero.
De todos modos, como casi todo joven israelí, cree que la guerrilla islámica no negocia políticamente, que una tregua es un tiempo de preparación para un nuevo ataque, que una derrota militar pone en peligro la misma existencia de Israel.
Me contaba mi amigo de Ashkelón –para subrayar su escepticismo– que veía por televisión una serie española con Imanol Arias, situada en la época de la transición del franquismo a la democracia, el período de Adolfo Suárez, en el que como trasfondo de actualidad se menciona las luchas entre israelíes y palestinos en la franja de Gaza hace ya treinta años.
Ni Jordania ni Egipto ni el Líbano parecen querer saber nada de los palestinos. La teocracia iraní los arma. Los moderados de un lado y de otro ni siquiera son escuchados. Son los que quieren establecer las bases de dos Estados limítrofes o de un Estado binacional, establecer lazos comerciales y culturales, permitir la libre entrada de trabajadores, proteger la paz con fuerzas internacionales, desmilitarizar la zonas conflictivas.
Son una voz apenas audible pero insistente, ahogada por los gritos de guerra de quienes recuerdan a sus muertos, sus orígenes míticos, sus derechos históricos, los genocidios y el exterminio padecido, la necesidad de supervivencia, las guerras santas, las distintas variantes de un nacionalismo usado y estimulado por los poderosos de uno y otro bando, el sentimiento de venganza.
Una situación así es aprovechada –volviendo al comienzo de la nota– por los predicadores de la muerte desde la tribuna, quienes gritan ¡nazis! para disimular su fascismo mediático y sumar más odio sobre odio, los que hacen del sufrimiento de los pueblos un negocio demagógico y obsceno.
¿Cuál es la salida?
Reconocimiento por Hamas e Irán del derecho a la existencia del Estado de Israel. Reconocimiento de Israel del derecho a la existencia de un Estado palestino. Fin del bloqueo de Gaza. Retiro de colonos israelíes en zonas fronterizas. Zona desmilitarizada. Presencia internacional. Intercambio económico y cultural.

*Filósofo.