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Nuevos galimatías

Eramos muy niñas, usábamos trenzas y nuestras madres nos vigilaban levantando apenas los visillos.

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Eramos muy niñas, usábamos trenzas y nuestras madres nos vigilaban levantando apenas los visillos. Afuera, antes del juego, sonaban las jitanjáforas una do li tuá de la limentá osofete colorete, porque había que averiguar quién se iba, o quién mandaba o quién se tapaba los ojos y contaba hasta cincuenta.

El término fue invención de un señor muy serio, don Alfonso Reyes, que oyó a las niñas de un amigo recitar un poema infantil lleno de esas palabras que no significaban nada pero que sonaban muy bonitas. Hizo fortuna, la palabra, digo, y los dadaístas y los surrealistas la hicieron brillar con frecuencia.

La jerigonza, por su parte, es más aristocrática: viene del francés antiguo donde era gergon y significaba lenguaje retorcido, y también gorjeo de pájaros, habla confusa, lenguaje incomprensible. ¿Quién no ha dicho alguna vez en la infancia copo mopo tepe vapa? Galimatías es otra cosa. Es torpeza, imposibilidad de hablar claramente. Si una no sabe hablar con transparencia, bien elegidos los términos, abre la boca y le sale un galimatías, y nadie entiende lo que quiso decir.

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La jitanjáfora y la jerigonza son voluntarias: una las usa a propósito, para jugar o para burlarse o para adornar una frase de forma un poco extravagante. El galimatías es un papelón.

Si una quiere explicar el atomismo, hablar de Leucipo y Demócrito y hasta de Aristóteles, pero no está muy fuerte en el tema, se trabuca, se confunde, vacila y todo termina en un galimatías, qué vergüenza.