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Números rojos

Si se supone que la economía del comportamiento debe ofrecer una descripción realista del comportamiento económico de las personas, debería resultar útil también en situaciones prácticas.

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Si se supone que la economía del comportamiento debe ofrecer una descripción realista del comportamiento económico de las personas, debería resultar útil también en situaciones prácticas.

Aunque al principio de mi carrera dedicaba la mayor parte de mi tiempo a la investigación académica sobre contabilidad mental y autocontrol, también tuve oportunidades esporádicas de adentrarme en el mundo real, o al menos todo lo que uno puede adentrarse en Ithaca, Nueva York. Pronto descubrí que estas ideas tenían aplicaciones prácticas en el mundo empresarial, especialmente en lo concerniente a los precios. (...)

En la Universidad de Cornell coincidí con un estudiante, David Cobb, que me animó a conocer a su hermano, Michael. Natural de la zona y ávido esquiador, Michael estaba empeñado en hacer carrera en el negocio del esquí, y por aquella época había conseguido trabajo como director de marketing en la estación de invierno de Greek Peak, un negocio estacional propiedad de una familia y ubicado cerca de Ithaca. En aquel momento, la estación estaba pasando por serias dificultades económicas, ya que la combinación de una economía débil y de unos cuantos inviernos con menos nieve que la habitual había llevado a la familia a tener que solicitar elevados préstamos para poder sobrevivir durante los meses más cálidos y, por si fuera poco, en aquel momento los tipos de interés eran bastante altos, incluso para empresas de solvencia comprobada, cosa que no era Greek Peak. La estación debía aumentar sus ingresos y reducir su deuda cuanto antes, pues de lo contrario pronto se declararía en bancarrota. Michael necesitaba ayuda urgente y me propuso un trueque: él me proporcionaría forfaits gratuitos para toda mi familia y regalaría a mis hijos todo el equipo necesario, y a cambio yo debía intentar ayudarle a reflotar el negocio sacándolo de sus números rojos.

Casi desde el principio me resultó evidente que Greek Peak tendría que elevar sus precios si deseaba reconducir sus cuentas hacia los beneficios. El problema era que el incremento necesario para ello pondría esos precios prácticamente al mismo nivel que otras estaciones relativamente cercanas y mucho más conocidas, en Vermont o New Hampshire. Los costos operativos por esquiador no eran muy diferentes de los de las otras estaciones, pero Greek Peak tan solo tenía cinco remontes y mucho menos terreno esquiable. ¿Cómo se podría entonces justificar el cobro de precios similares a las estaciones más grandes de forma que el número de esquiadores no cayese en picado por ello? ¿Y cómo se podría conservar el mercado local, muy sensible a los precios, que entre otros usuarios incluía a los alumnos de Cornell y de otras universidades cercanas?

En términos de contabilidad mental, los precios de las famosas estaciones de Vermont serían el claro punto de referencia de los posibles clientes de Greek Peak, y obviamente esperarían precios considerablemente menores, puesto que el producto era claramente inferior en calidad. La principal ventaja con la que contaba Greek Peak era la proximidad, pues era el lugar más atractivo para esquiar en el centro del estado de Nueva York, y la estación más cercana de Vermont se encontraba a más de cinco horas en coche de la zona. Además, también era la mejor opción para los habitantes de ciudades relativamente próximas, como Scranton, Filadelfia e incluso Washington, DC, de donde solían llegar autobuses todos los fines de semana.

Sugerí a Michael que reconsiderase el modelo de ingresos de Greek Peak, ajustándolo a los principios de la economía del comportamiento.

El primer problema a resolver era dar con la manera de aumentar los precios sin perder demasiados clientes, y para ello adoptamos un plan que consistía en ir elevándolos de forma gradual a lo largo de varios años, evitando así un salto brusco que pudiese provocar una reacción negativa y acabar definitivamente con la estación. Con el fin de justificar este aumento de precios, al menos en parte, intentamos también mejorar la satisfacción recibida por los esquiadores, de forma que los nuevos precios no pareciesen una estafa. Recuerdo una de las primeras ideas que se me ocurrió para avanzar en esta línea. Junto a una de las pistas principales había una pequeña pista de competición en la que cualquier esquiador podía poner a prueba su velocidad en slalom, y el tiempo oficial logrado por cada uno era anunciado por los altavoces. El precio de cada descenso en esta pista era de un dólar, los esquiadores más jóvenes disfrutaban mucho compitiendo, y las puertas de paso estaban lo bastante cerca unas de otras como para impedir velocidades descontroladas. Ahora bien, aunque un dólar es un precio razonable, lo cierto es que el pago directamente en pista era bastante molesto, pues muchos encontraban muy engorroso tener que quitarse los gruesos guantes y buscar el dinero entre las capas de ropa de abrigo. Además, en este caso el procedimiento consistía en introducir el billete de dólar en una máquina automática, y teniendo en cuenta lo bien que suelen funcionar estas máquinas en las mejores circunstancias, es fácil imaginar el número de errores de funcionamiento en una expuesta al clima de alta montaña.

Pregunté a Michael y al propietario de la estación, Al, cuánto dinero estaban consiguiendo con la pista de competición, y me dijeron que no mucho, apenas unos pocos miles de dólares al año. Entonces les dije: “En ese caso, ¿por qué no la ofrecen de manera gratuita? De esta forma, podrán mejorar la satisfacción de los esquiadores a un costo mínimo”. La sugerencia gustó tanto a Michael y a Al que se pusieron a pensar inmediatamente en otras maneras similares de mejorar la calidad y, lo que es más importante, en el valor percibido de su producto.

*Economista. Autor del libro Portarse mal, editorial Paidós.