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el oficialismo y la campaña

Optimismo electoral

Pese a que hizo poco por cambiar el sistema político, Macri tiene chances de triunfar por los problemas del peronismo.

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DOBLE COMANDO | DIBUJO: PABLO TEMES
Nadie puede discutir que Cambiemos fue una experiencia electoral exitosa. ¿Es acaso una coalición de gobierno? ¿Cómo puede impactar la arquitectura política en la que está estructurada Cambiemos en la dinámica electoral de este año? Se trata de preguntas particularmente inquietantes para Macri y su equipo, que entienden que en octubre tendremos una suerte de plebiscito en el que se juega mucho más de lo que la Constitución establece para las elecciones de mitad de mandato. Sobre todo, a la luz de las tentativas de rebelión que aparecen en muchos distritos, como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Córdoba, Chaco y Entre Ríos: la idea (poco) original de adaptar los armados locales a las respectivas “situaciones provinciales” suponía una mínima construcción de confianza y la existencia de mecanismos de formación de consenso entre las partes, cosa que, como es obvio, no existe en la enorme mayoría de los casos. Ni tampoco a nivel nacional.

Las coaliciones de gobierno integradas por dos o más partidos políticos suponen, antes que nada, que esos partidos efectivamente existen: deben tener identidad, estructura física e institucional, un programa aunque sea formal, vida interna, etcétera. Sólo un puñado de las fuerzas políticas que compiten electoralmente en la Argentina puede superar este test básico. En general, son sellos de goma que incluso se alquilan al mejor postor un tiempo antes de las elecciones. En algunos casos, fueron organizaciones relevantes en el pasado pero rara vez lograron un funcionamiento interno regular, incluyendo la formación de dirigentes y la participación en el debate público a partir de la selección de demandas sociales y la elaboración de propuestas concretas para solucionarlas. Por lo general, se trata de emprendimientos o aventuras individuales, con duración acotada, de líderes mediáticamente bien instalados, que crean “espacios” nuevos e intentan “poner en valor” viejas estructuras que quedaron latentes o inercialmente vivas, pero carecen de recursos y/o de candidatos competitivos. En rigor de verdad, los partidos políticos mejor organizados son por lo general muy pequeños y electoralmente poco competitivos, pues están muy sesgados a la izquierda. Síntesis: difícil entonces conformar coaliciones de gobierno sin partidos en serio.

Otra cuestión relevante es que estas coaliciones son características de los regímenes parlamentarios, no de los presidencialistas. Es decir, distintas fuerzas parlamentarias negocian acuerdos para formar gobierno, y existen mecanismos muy flexibles para superar, sin generar traumas y problemas de gobernabilidad, situaciones de crisis en el caso de que esos consensos se rompan. En estos casos, la clave es la siguiente: la legitimidad de quienes negocian la coalición es previa a su conformación. Por el contrario, en los sistemas presidencialistas, son los acuerdos entre partidos los que obtienen la legitimidad del voto popular. Por eso, si se rompen (como ocurrió con la Alianza a comienzos de siglo), se desatan profundas crisis de gobernabilidad. Conclusión: en los sistemas presidencialistas, las coaliciones de partidos son muy inestables y peligrosas. Es en parte por esta razón que Macri descartó un gobierno de coalición.

Una excepción parcial a lo antes descripto fue el denominado “presidencialismo de coalición” que ensayó Fernando H. Cardoso y perfeccionó Lula en Brasil. Sin embargo, a la luz del escándalo del Lava Jato, sabemos ahora que lamentablemente dicho arreglo profundizó pari passu prácticas cleptocráticas y de financiamiento ilegal de la política, sobre todo mediante la captura de empresas públicas y la utilización espuria de los recursos de la seguridad social para financiar la expansión de grandes conglomerados empresarios. Difícil predecir cómo se reorganizará el sistema político y de partidos brasileño luego de esta coyuntura tan crítica, si es que se sientan las bases de un manejo más transparente y controlado de los vínculos público-privados.

Teniendo en cuenta lo anterior, es evidente que Cambiemos no es una coalición de gobierno, ni probablemente lo sea en el corto/mediano plazo. “Es un espacio de gestión”, dijo alguna vez Emilio Monzó. Un concepto sugerente, excepto que las elecciones cada dos años alteran, y mucho, los animal spirits de los políticos. ¿Sigue siendo entonces un acuerdo electoral? Eso es lo que está por verse. Las tensiones y conflictos que observamos en esta etapa (hay tiempo hasta mediados de junio para presentar los frentes electorales y diez días más para definir las candidaturas) reflejarían entonces la combinación de: nuestro diseño institucional (presidencialista), nuestra cultura política (caracterizada por una notable predisposición a los conflictos y divisiones internas por pujas de poder) y el cambio del contexto en el que surgió Cambiemos. Esta última variable merece una reflexión más profunda.

 Concebida como una construcción específicamente focalizada en evitar la profundización del populismo autoritario que encarnaba el proyecto kirchnerista, Cambiemos prefiere ahora reavivar aquella amenaza de 2015 ante la ausencia de logros visibles de gestión que constituyan un inventario electoralmente redituable. Ni la salida del cepo, la negociación con los holdouts, la desaceleración de la inflación, la reparación a los jubilados, la reactivación de la obra pública o los créditos hipotecarios parecen constituir ejes lo suficientemente poderosos para elaborar un discurso de campaña atractivo. Mientras el consumo no se recupere, y para eso falta mucho, esos triunfos no parecen asegurar la tracción de votos necesaria para alcanzar una victoria clara. Es eso lo que en el Gobierno denominan “ganar la elección con la política”.

¿Es acaso el riesgo de gobernabilidad encarnado por CFK y sus leales una amenaza lo suficientemente creíble como para volver a polarizar a la sociedad? Las movilizaciones de marzo parecían inclinar la balanza para ese lado. Pero los avances de la Justicia en causas de corrupción, la agudización de la crisis fiscal en Santa Cruz y la propia lógica de supervivencia política de un peronismo acéfalo de líderes y vacío de ideas conspiran contra el deseo y las necesidades de Cambiemos.
El Gobierno hizo poco y nada para modificar un sistema político que expone su disfuncionalidad y sus miserias de forma tan bochornosa como permanente. Hoy es víctima de las reformas que no hizo. Sólo la fragmentación del peronismo, la licuación del poder de CFK (incluyendo el desastre santacruceño) y el laberinto en el que parece metido el FR le permiten encarar este proceso electoral con algo de optimismo.