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Orwell, Stalin y la neoguerra fría

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Se le atribuye a George Orwell haber acuñado el término “guerra fría”. El británico era un hombre de izquierdas que se incorporó a las Brigadas Internacionales para luchar contra Franco y fue en la Guerra Civil Española donde supo entender que Moscú no estaba alumbrando a un Hombre Nuevo. Podría decirse que fue en Cataluña, más precisamente en la traición de Stalin a los republicanos, donde se gestaron los cerdos bolcheviques de Rebelión en la granja y la distopía totalitaria de 1984. Cuando muchos de los intelectuales occidentales brindaban con el aliado soviético que ayudó a derrotar al nazismo, Orwell alertaba sobre un conflicto que marcaría el rumbo del mundo.
El 19 de octubre de 1945, en un ensayo titulado Usted y la bomba atómica, llamaba la atención sobre los peligros derivados de la energía nuclear que podía ser controlada por una elite política para beneficiarse del statu quo derivado del temor a la destrucción total. “Es posible que estemos dirigiéndonos no a un desmoronamiento general sino a una época de una estabilidad tan horrorosa como los imperios esclavistas de la Antigüedad –señaló Orwell–. Aún pocas personas han considerado sus implicaciones ideológicas, es decir, la clase de visión del mundo, la clase de creencias y la estructura social que prevalecerían en un Estado que fuera a la vez inconquistable y que estuviera en un estado permanente de ‘guerra fría’ con sus vecinos”.
Unos meses antes, en febrero de 1945, en Yalta (curiosamente, en la península de Crimea) Stalin, Roosevelt y Churchill definían el destino del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. El norteamericano creía que podía confiar en el ruso, pero la ocupación soviética Europa del Este hizo trizas ese sueño.
La segunda reunión de los “tres grandes” fue en agosto de 1945 en Postdam, en la Alemania ocupada. Harry Truman había reemplazado al fallecido Roosevelt y fue en ese palacio prusiano donde Estados Unidos decidió arrojar la bomba nuclear sobre Hiroshima y Nagazaki para derrotar a Japón y atemorizar a Rusia.
Entre el Telón de Acero de Yalta y la Era Atómica de Postdam se consolidan los tres factores principales de la guerra fría: tensión permanente pero sin combate directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, zonas de influencias definidas y con total hegemonía para Washington y Moscú, y el temor a una hecatombe mundial instalado sobre un poderosísimo arsenal nuclear.
Los realistas –empecinados en analizar la política internacional contando soldados– se excitan con el regreso de la guerra fría. Y, hay que reconocer, algo de razón tienen: sólo Rusia puede anexionar de hecho un territorio de 27 mil kilómetros cuadrados sin que nada cambie.
¿Qué hubiera pasado si, por ejemplo, la Venezuela chavista anexionaba las aguas de la zona de Guajira, en disputa con Colombia? ¿O si era el Irán teocrático el que reclamaba la isla de Abu Musa, en disputa con los Emiratos Arabes Unidos, aliado de la Casa Blanca en el Golfo Pérsico? ¿Acaso Saddam Hussein no inició su caída cuando quiso recuperar Kuwait, sosteniendo que era una parte indivisible de Irak?
Putin –último jefe de la KGB soviética– sigue los pasos de Stalin para recuperar el legado soviético y el pasado glorioso, asociado al status de superpotencia. Así se recrean las condiciones que Orwell había adelantado hace ya mucho tiempo