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Otro sueño roto

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Por una de esas paradojas de la historia, este 19 de julio, cuando se cumplían 39 años de la victoria sandinista sobre la dictadura de Anastasio Somoza, paramilitares que responden al sandinismo entraron a sangre y fuego en Masaya, bastión del movimiento cívico que lo enfrenta en todo el país (https://elpais.com/internacional/2018/07/18/america/1531938710_136696.html).
La Revolución Sandinista, ejemplar en el combate contra Somoza y muy destacable en sus primeros años de gobierno, ha devenido un populismo cívico-militar latinoamericano típico: perpetuación en el poder, corrupción y represión brutal, pareja presidencial glamorosa incluida.
Los progresos de la Revolución contra las desigualdades; en educación, salud, etc., logrados desde 1980 en paralelo con la guerra con la “contra” financiada por Estados Unidos, son innegables. Las conflictivas elecciones de 1990 acabaron en una ejemplar cesión del poder a Violeta Chamorro.
La muchas veces brutal represión ejercida desde el Ministerio del Interior sandinista, conducido por un legítimo héroe revolucionario, Tomás Borge, no puede desvincularse de la agresión externa: “En los ataques al gobierno nicaragüense, los ‘contras’ cometieron un gran número de violaciones a los derechos humanos y llevaron a cabo más de 1.300 ataques terroristas” (https://es.wikipedia.org/wiki/Contras). Para entender, basta un repaso a la situación latinoamericana desde 1980, cuando asumió Ronald Reagan. También a la “guerra sandinista contra los indios misquitos” le caben, con las diferencias del caso, las generales de esa ley. Esa guerra empezó entonces, y hoy continúa (https://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/article109003092.html).
Pero después de la derrota electoral de 1990, en el sandinismo comenzó a manifestarse una descomposición ético-política de la que ya había síntomas. Las acusaciones de corrupción contra Tomás Borge (https://elpais.com/internacional/2012/05/01/actualidad/1335904882_089728.html), entre otros escándalos, se agregaron a las discrepancias políticas: tanto Sergio Ramírez, revolucionario sin tacha y vicepresidente de Daniel Ortega, como el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal se alejaron no ya del sandinismo, sino del gobierno.
Y una vez más, la presión internacional en juego. Para el caso, de la Iglesia Católica, cuyas idas y vueltas respecto al sandinismo (hoy, “anti”) son conocidas. Lo ocurrido con Cardenal es ejemplar: “El 4 de febrero de 1984 –en el marco de la Guerra Fría–, el papa Juan Pablo II suspendió a divinis del ejercicio del sacerdocio a los sacerdotes Ernesto Cardenal, Fernando Cardenal, Miguel D’Escoto y Edgard Parrales, debido a su adscripción a la ‘teología de la liberación’. Treinta años después, el 4-8-14, el papa Francisco ordenó levantar el castigo. El 19-1-17, entrevistado por el periodista argentino Enrique Vázquez, Ernesto Cardenal afirmó que solo D’Escoto fue reconciliado con la Iglesia; que él no lo está ni desea estarlo. Se expresó con las siguientes palabras sobre el perdón papal: ‘¡Eso es falso, solo fue así en el caso de Miguel D’Escoto! Nunca me levantaron la suspensión sacerdotal y no me interesa que me la levanten’” (https://es.wikipedia.org/wiki/Ernesto_Cardenal).
Así, el sandinismo de Daniel Ortega ha completado el ciclo político negativo que en estos tiempos –nunca es para siempre– lleva de los sueños a la realidad; propia, regional, internacional. Hay crisis económica y guerra comercial mundial y en los EE.UU. gobierna Donald Trump; el chavismo venezolano se hunde en su propio fango y ya no ayuda a Nicaragua.
Daniel Ortega y su vicepresidenta, Rosario Murillo, han ido adaptando su ejercicio del poder a la descomposición global de estos tiempos. Aún cuentan con apoyos en la población, de modo que para Nicaragua la alternativa es el diálogo o la masacre, quizás hasta la guerra civil.
Otro sueño, de aquellos de los 70, roto.

*Periodista y escritor.