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costumbres

Paisaje urbano

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La ropa luce ajada, gastada por demás, tal vez algo raída. Pero esos signos de deterioro corresponden todavía al uso prolongado, meses y meses el mismo calzado, meses y meses la misma campera. Esos signos de deterioro corresponden todavía al demasiado uso, y no exactamente a la intemperie y sus inclemencias. La necesidad de llevar puesta encima casi toda la ropa disponible, o de cargar consigo casi todas las cosas, podría deberse a alguna circunstancia puntual; un cambio de casa por ejemplo, y no a la falta de casa, que es lo que es en realidad. El cuerpo conserva aún el hábito de las posturas que corresponden a la silla, a la cama, a la almohada, a la mesa donde comer. Comienza apenas a forjar los nuevos gestos, el flamante incordio: sentarse en un escalón severo, dormir en un umbral inhóspito, apoyar la cabeza en un montón de algo, comer cualquier cosa y en el aire. La mirada no está del todo perdida: no deja de expresar, calladamente, un resto de consternación angustiosa, una doliente y brutal perplejidad: cómo pudo pasarme esto.

¿Me equivoco o en la ciudad se ve cada vez a más personas que han quedado literalmente en la calle? ¿Me equivoco o cada vez son más los que acaban de caer y apenas empiezan a sufrir su vida de desamparo? Hay una instancia feroz, en la miseria, y es cuando empieza a tornarse una parte más del paisaje urbano. Si es que no se torna ella misma paisaje: una cosa más de las tantas que hay para ver, bajo el imperio anestesiado de la costumbre.