A las nueve y cuarto de la noche del 26 de noviembre, hora de Mumbai, India, entre dos y cinco
hombres armados con fusiles de asalto AK47 abrieron fuego contra la concurrencia del Café Leopold.
Nadie piensa que la aritmética sea un instrumento indispensable mientras las astillas de los platos
conteniendo cordero con arroz al curry se mezclan con la sangre de los heridos y de los muertos, y
el estallido de los cristales de los vasos con Kahlúa & Bailey’s concierta un himno
póstumo con el tableteo de las armas. El terraplén Colaba, a las puertas del local, se cubrió con
restos de una motocicleta roja, retazos de toldos de tiendas y fragmentos de mampostería. Durante
esas horas bárbaras fue asesinado Hermant Karkare, jefe de la unidad antiterrorista de Mumbai,
quien marchó al frente de sus hombres para repeler el ataque, mientras los comandos ametrallaban y
lanzaban granadas sobre la gente. Sobre el final del raid exterminador, que pasó por el Café
fundado en 1871, y por la cercana terminal Chatrapati Shivaji Terminus –con sus colores vivos
reptando entre domos, capiteles y minaretes–, entre otros tantos lugares, los muertos se
acercaban a los dos centenares, y los heridos a trescientos.
Poco tiempo después de la carnicería, el ministro de Relaciones Exteriores indio, Pranab
Mujerjee, dijo que “(...)según informaciones preliminares, elementos de Pakistán son
responsables”. Se refería a Lashkar-e-Taiba (LeT), un grupo cachemir armado con base en
Pakistán. A partir de entonces, aprestos bélicos mediante, Pakistán e India se acercaron a los
abismos que ya traspusieron en 1947, 1965 y 1971, cuando guerrearon, y se detuvieron como mínimo en
la frágil zona conjetural de 2001 y 2002, momento en que ambos países estuvieron a una uña de la
cuarta conflagración.
El viernes 28 de noviembre, una treta estuvo a punto de ocasionar algo irreparable. El
presidente de Pakistán, Asif Ali Zardari, levantó una llamada telefónica del canciller indio
Mujerjee, quien le comunicó que India iba a adoptar represalias militares por los sucesos de
Mumbai. Zardari puso a su Fuerza Aérea en alerta máxima y se comunicó con la secretaria de Estado
norteamericana Condoleezza Rice pidiéndole que su país interviniera. Luego se supo que todo había
sido un truco, y que Zardari no había seguido los procedimientos usuales para la verificación de su
interlocutor. Tanto Pakistán como India son potencias nucleares, y ello les da a sus reyertas una
lógica repercusión, a pesar de que algunos intérpretes autóctonos confundan a Bombay (el antiguo
nombre de Mumbai) con Simbad el Marino, y a estas crónicas de tormento y futuro con tinta
derramada.
Friedrich Nietzsche escribió que a quien persigue el conocimiento no le disgusta bajar al
agua de la verdad cuando está sucia, sino cuando no es profunda. Es importante, en consecuencia,
tratar de eludir la aceptación de ideas mediáticas que se presentan al entendimiento como
verosímiles, y empeñarse en encontrar las verídicas.
En Pakistán hay dos categorías principales de grupos insurgentes, aunque el mapa completo es
más dilatado. Por un lado están los talibanes, y por el otro los combatientes por Cachemira. Los
talibanes afincados en Pakistán, a su vez, se subdividen en dos ramas: los talibanes afganos y los
talibanes pakistaníes (que desafían al Estado en la Provincia de la Frontera Noroeste
–NWFP– y en las Areas Tribales Administradas Federalmente –FATA–). Aun
cuando Baitullah Mehsud y su agrupación Tehrik-i-Taliban Pakistan trataron de unificarlos, unos y
otros han operado independientemente en las áreas pakistaníes de mayoría pashtun. Los combatientes
por Cachemira se despliegan en la Provincia de Punjab, una zona administrada por Pakistán.
El agrietado directorio de los Servicios Coordinados de Inteligencia de Pakistán (ISI) ha
cultivado de uno u otro modo y con mayor o menos énfasis según el momento, a los grupos
irregulares, para emplearlos tanto en India como en Afganistán. El nivel de entrenamiento, el
armamento y la decisión operativa de los atacantes de Mumbai han hecho pensar a los analistas que
se trató de una acción largamente planificada, que eligió un momento clave: el de la transición
entre las administraciones Bush y Obama, el de la proximidad de las elecciones que tendrán lugar en
2009 en India y el de la debilidad del gobierno pakistaní, que ante remezones podría dejar su lugar
al caos o a un nuevo golpe de Estado con el regreso de los militares al poder.
Como suele suceder luego de un golpe como el asestado a Mumbai, todos hablaron y sus palabras
tuvieron diferente peso. Bush amenazó a espejismos diciendo que los terroristas que instigaron los
mortíferos ataques en la India no tendrán la última palabra. Rice, en un encuentro con líderes
civiles y militares pakistaníes, los exhortó a entregar a los criminales a la Justicia, dado que si
no lo hacía Pakistán, actuaría Estados Unidos. El derrotado candidato republicano John McCain
argumentó que si los Estados Unidos habían tenido su S-11, no podía privarse a India de que tuviese
su 26-11, y republicanamente pronosticó una guerra: “(...) nosotros nos enojamos luego del
9-11; esto es el 9-11 de la India”. Asiáticamente, India entabló discretos contactos con
China y Arabia Saudita para presionar a Pakistán con la finalidad de que actúe con mayor energía
contra los terroristas en su territorio. El secretario de Defensa Robert Gates, confirmado en su
cargo por Barack Obama y ardiente partidario de la revisión estratégica de Washington en Medio
Oriente, piensa que el objetivo próximo debe ser Asia Central (Afganistán y Pakistán). Lo sucedido
en Mumbai y las líneas de investigación derivadas proveen de un buen comienzo en la nueva política
global contra el terrorismo. “Nuestras tropas han infligido un golpe tremendo a nuestros
enemigos en Irak. Ahora (el general Petraeus, nombrado titular del Comando Central del Pentágono)
pondrá la mira en nuestros adversarios de Afganistán, el Golfo Pérsico y Asia Central”,
afirmó.
Quienes fueron tres veces a la guerra y protagonizaron varias escaramuzas límite pueden
volver a hacerlo, ¿cómo que no? Sin embargo, para India, debilitar al lánguido Pakistán, que
flirtea con la bancarrota, sólo lograría hacerlo más ineficaz en su lucha contra el terrorismo, que
es lo que le exige. Para Pakistán, una guerra le ocasionaría centrifugar fuerzas que, en realidad,
debería neutralizar. Si Pakistán e India se echaran el uno sobre el otro, posiblemente el principal
logro de los atacantes habría sido alcanzado.
*Ex canciller.